Llevo tiempo pensando en el 9.5, quizá porque siempre me ha resultado frustrante. No el 9.5 sino el 0.5 que falta para llegar al 10, para ser «perfecta» o para que el mundo que me rodea sea «perfecto».
Una jugarreta burocrática me ha hecho reflexionar sobre el 9.5. Por cosas de la burocracia no voy a poder aspirar a una mención honorífica. No porque mi trabajo no valga sino por una cuestión secundaria meramente burocrática (cuestión de tiempos) que no tiene nada que ver con la calidad de mi trabajo. Es decir, ya no importa si mi trabajo es excelente o si no lo es, ni siquiera va a ser juzgado. Pero espera, ¿es necesario que mi trabajo sea juzgado por terceros para que yo sepa su calidad? Esa pregunta lleva semanas rondando en mi cabeza. ¿Es necesario ser reconocido por otros para ser «bueno» o para ser «mediocre»?
Las preguntas se han agolpado estos últimos tiempos y como siempre que comienzan, cada respuesta lleva a nuevas preguntas de tal forma que al final, algo banal como un 10 académico se convierte en una buena excusa para hablar de algo más profundo y más real: mi afán de perfección.
El afán de perfección me ha perseguido toda la vida, o lo he perseguido yo, que para el caso es lo mismo visto desde otro ángulo. Sin embargo, yo nunca he sido una chica 10. Siempre fui la segunda de la clase, nunca la primera. Cuando iba a llegar en primer lugar, algo más interesante que la meta me distraía y zas fallaba. En la Universidad se burlaban porque siempre era otro quien con mis apuntes saca la matrícula de honor. Algunos libros de autoayuda se empeñan en llamar a esto autosabotaje, es decir, que en realidad no nos creemos merecedores del éxito y por eso fallamos a última hora, como castigo. Yo no lo veo así. Veo el 9.5 como algo más real que el 10 porque ese 0.5 me da margen para equivocarme, para seguir caminando hacia algo, para buscar algo nuevo, para seguir caminando. Cuando algo lo tengo casi dominado volteo los esfuerzos hacia otro lado. Como me decía un buen jefe y buen amigo: «lo perfecto es enemigo de lo bueno».
El 10 seguramente me dejaría estática porque si ya lo tengo todo ¿qué me falta? El 10 significa llegar a la meta de la vida, significa dejar de buscar, dejar de aprender, dejar de equivocarse. El 10 en realidad no significa tenerlo todo, significa más bien, quedarte sin nada que buscar.
El 9.5 puede hacer que el 0.5 que falta para la perfección absoluta me frustre, me ponga de malas, me haga sentir culpable y que al final ese 0.5 sea mucho más grande que el 9.5 que sí he logrado. Cuando veo así mi familia, pienso en el 10 como algo salido de las revistas y las telenovelas: una familia sin gritos, sin regaños, donde los niños ayudan sin que les digas nada, donde los maridos te traen rosas los domingos y te llevan a cenar y a bailar en cada aniversario, donde en fin, las cosas, marchan a ritmo de vals como música de fondo. Veo a los amigos como esas personas que siempre estarán a tu lado cuando ni siquiera sabemos qué significa siempre. Veo a mi compañero como ese ser que siempre va a saber qué decir cuando ni yo misma sé lo que quiero oír.
A ese 10 yo no puedo llegar, pero además no quiero llegar. Ese 10 no es mi 10. A veces me levanto de malas por la mañana, a veces quiero leer un buen libro y no volver a leer por enésima vez el «Alex quiere ser grande», a veces me apetece bañarme sin que entren al baño cada 20 segundos a pedirme algo, a veces tengo ganas de tomarme un capuchino con las amigas o de ir al cine o de sentirme soltera y sin compromiso durante cinco minutos.
Pero si veo el 9.5 que sí tengo, el que si he logrado entonces puedo ver mucho más. Puedo ver el esfuerzo que hago cada día por hacer mejor las cosas, el esfuerzo para sentarme con mis hijos a esculpir pastillas de jabón o a elaborar pasteles. El 9.5 me permite cometer errores y me permite aceptar que los demás cometan errores (o lo que yo veo como errores que tampoco lo tengo muy claro). Me permite, por ejemplo, dejar que mis hijos busquen sus propias soluciones aunque no sean las mismas que yo tendría. Como cuando mi hijo mete la comida en el congelador para que se enfríe más rápido y se la pueda tomar o cuando mi hija decide quién es su mejor amiga aunque yo no esté de acuerdo o cuando mi marido decide leer una novela en la computadora aunque yo prefiera el papel. Pero más allá de eso me permite corregir mi propio rumbo, aprender a vivir mejor con menos, a disfrutar las cosas que hago en vez de pensar en lo siguiente que tengo que hacer.
Ese 10 que nos dan otros es tan irreal en la escuela como en la vida. ¿Cómo puedo enseñar a mis hijos que disfruten lo que aprenden porque es disfrutable y no porque les van a dar un 10? ¿Qué va a pasar cuando un maestro injusto les califique mal? En BUP tenía un compañero judío y un profesor de historia con toda la mala leche le puso un examen de un solo tema: la historia del cristianismo. Como no puso que Cristo resucitó casi lo reprueba. Mi amigo no se inmutó, ni siquiera se molestó con el maestro me dijo que la calidad de su trabajo era independiente de la opinión del maestro. Hacía muchos años que no recordaba eso.
En la vida, los 10 siempre los ponen otros pero ahí lo que sorprende es la rapidez con la que viajamos del 10 al 0 o del 0 al 10 como si fuera una cuenta atrás de algún lanzamiento al espacio. La gente nos califica como 10 o como 0 según sus muy personales criterios, según cómo opinan que hemos afectado a sus vidas o a vaya usted a saber qué. Y esas calificaciones nos tensan. Vivimos pensando en cómo nos calificará nuestra madre, nuestro marido, nuestros amigos, nuestros hijos… Nos preocupa tanto la calificación que nos olvidamos de lo que en realidad estamos haciendo. Sobre nuestra cabeza siempre ronda una pregunta: ¿estoy haciendo lo mejor posible? Lo mejor posible,… ¿para quién? Para mi, para mi suegra, para mi ex, para mis hijos, para la vecina,…Y así nos luce el pelo de bien. Luego queremos que nuestros hijos tengan autoestima alta y no salimos a la calle sin preguntarle a alguien ¿cómo me veo? ¿Acaso no nos hemos visto en el espejo al arreglarnos? Buscamos el juicio de otro, el 10 de otro,… No nos basta con nuestro propio 10, con pensar que estamos bien, que hemos hecho lo mejor que hemos podido, con nuestras limitaciones.
Nos negamos a ese 9.5 que nos da la vida, porque la vida no es perfecta. A veces nos enfermamos el día de nuestra boda, a veces el hombre de nuestros sueños resultó ser el hombre de nuestras pesadillas. A veces el trabajo ideal nos quitaba demasiado tiempo y no lo disfrutábamos. A veces, en fin, es bueno darse ese 0.5 de margen para no ser perfectos y para permitir que los demás no sean perfectos.
El 10 es sólo la meta, una meta ilusoria y falsa la mayoría de las veces. Yo no quiero llegar a esa meta, no quiero llegar a ser la chica diez de la que «todos» hablan bien a la que muchos envidian y a la que algunos ponen en un pedestal.
Prefiero mi 9.5, con mi margen para mis errores, para seguir caminando y aprendiendo para disfrutar, frustrarme, cambiar el rumbo de ser necesario y en definitiva, vivir, aunque no sea perfecta.