Este documento es parte del libro Inteligencia maternal, de la autora Katherine Ellison, editado en España por Imago Mundi. En él nos habla de la capacidad que tenemos las mujeres de conectar unas con otras a traves de la maternidad.
Química social
Al margen de cuidar de los demás, otra de las características que más llaman la atención en lo que Daniel Stern profesora de psicología de Ginebra, ha bautizado como «actitud maternal», es el deseo de estar en contacto con otras madres expertas que puedan aportar apoyo práctico y psicológico. Tu vida social se transforma de la noche a mañana. De pronto, tu madre o tu suegra te parecen mucho más interesantes, no sólo por lo que te pueden enseñar ( es su punto débil? ¿Debe dormir bocabajo o boca arriba? ¿No debería haber empezado a hablar ya?) si no por lo bien que comprenden por lo que estás pasando. También notarás un fuerte vínculo con otras madres; pero los hombres, y eso incluye a tu marido, ya no son tan cautivadores. Como dijo un viejo amigo de mi marido: «nos mandan a pastar!».
En un estudio que Stern llevó a cabo en Boston, preguntó a madres primerizas qué contacto tuvieron con otras madres a partir del nacimiento de sus hijos y le sorprendió la «enorme» frecuencia con la que las madres primerizas hablaban con madres con experiencia cada día. «En promedio, cada madre tenía más de diez contactos que iban desde visitas hasta llamadas telefónicas, lo que implica, aproximadamente, uno por hora», escribe.
Eleanor Bigelow, una mujer que a los cuarenta y pico tenía dos hijos de menos de tres años, descubrió su propio círculo de madres cuando dejó su estresante puesto de vicepresidenta de una empresa de corretaje líder en su sector en la ciudad de San Francisco, trabajo que había desempeñado durante años. Estaba acostumbrada a relacionarse con hombres todo el día, y disfrutaba de la camaradería masculina. Sin embargo, ahora, su vida social tiene que ver con otras madres con las que queda, en su casa o en la de ellas, para que los niños jueguen mientras ellas charlan. «Poder hablar con otra madre que entiende mi situación hace que me sienta menos rara y menos sola», comenta. «Nuestras conversaciones giran sobre asuntos familiares, sobre la educación de los niños, la religión, la escuela, etc…, es decir, la clase de temas de los que no hablan las mujeres que no son madres, de ahí que haya buscado nuevas amistades más orientadas a la familia y al cuidado de los demás. Siento que vamos en el mismo barco y que nos ayudamos la una a la otra. Los grupos de madres dan fuerza y apoyo.»
¿Dan fuerza? Es posible que, salvo en la niñez o en una vejez con mala salud, no haya otro momento en la vida de una mujer en la que ésta dependa tanto de otras personas; y como afirma la escritora Fay Weldon «admitir la debilidad es la base de una buena amistad.»
Admitir la debilidad es tabú en la mayoría de los en- tornos laborales, sin embargo, es una canción que se repite dolorosamente en las madres que se exigen demasiado a sí mismas. Poder hablar de lo mucho que hay en juego, de lo exigentes que somos con nosotras mismas y de la frecuencia con la que fracasamos en el empeño crea fuertes vínculos entre nosotras. Simplemente, no me cabe en la cabeza que exista ningún hombre o ninguna mujer soltera que tengan una relación de amistad tan profunda y estrecha como la que me une a Elizabeth Share, una madre trabajadora que vive a cuatro manzanas de mi casa con sus dos hijos y a la que casi nunca veo. Sin embargo, nos escribimos correos electrónicos con frecuencia y, en contadas ocasiones, logramos la proeza de hablar por teléfono. A continuación, describiré una escena típica: yo estoy preparando la cena, mi marido aún está en la oficina, uno de mis hijos está en la bañera y el otro delante de su ordenador. El mío estará encendido porque, en un alarde hilarante, no he perdido la esperanza de poder trabajar un poco minutos más tarde, cuando los niños estén ocupados. Aproximadamente cada dos minutos, alguno de los niños grita algo como «;Mamá, tráeme una toalla!», « quiero zumo!», «Mamá, se me ha caído…!», ¡Mamá, ya me acabé el zumo!», «;Mamá!», «;Mamá!», «Mamá!», « Entonces, llamo a Elizabeth y mientras hablamos, oigo de fondo los gritos de sus dos hijos.
¡Ahora no puedo hablar! – gritó.
¡Yo tampoco! – me contesta también gritando.
Deja pasar diez minutos y me llama. Repetimos la misma escena. Es como si nos estuviésemos ahogando y viésemos que la otra también está agitando las manos en el agua. Sin embargo, de algún modo, la experiencia nos consuela y volvemos a nuestros respectivos desafíos (ella, al igual que yo, tiene el ordenador encendido con la misma risible esperanza) con algo más de fuerza. Y durante el resto de la tarde-noche, ninguna de las dos se siente ya aislada.
Los círculos o grupos femeninos ayudan a las mujeres a volverse más inteligentes y eficaces en su tarea de madres. Cuando los niños empiezan en el colegio, un reguero de útiles chismorreos sobre los profesores, niños que acosan a otros en el patio y sobre quién se va a apuntar a qué equipo corren como la pólvora. Pero lo mejor de los contactos no son los chismorreos sino los favores y los consejos que te sacan de un apuro e, incluso, la ayuda en momentos críticos. Entre nuestros compañeros los primates, la labor de grupo marca la diferencia: en 2003, se publicaron los resultados de un estudio en el que los investiga dores, tras dieciséis años observando a babuinos en libertad, concluían que el grado de sociabilidad de las hembras adultas tenía una influencia directa sobre las posibilidades de supervivencia de sus crías. Cuanto más sociable era la babuina, dicho de otro modo, cuanto más tiempo pasaba con otras hembras enfrascada en labores comunes, por ejemplo, el sacarse ramitas del pelo las unas a las otras, mayores eran las probabilidades de que su hijo superase el primer año de vida, que es el más duro. «Los animales sociables tienen buenas razones para serlo», apunta Susan Alberts, bióloga de la Duke University que participó en esa investigación.
Los científicos piensan que la red de contactos de la:madre creaba un entorno positivo para las crías y las protegía de posibles depredadores. En el caso de las madres humanas, parece que la conciencia de que contar con un círculo de amigas puede marcar una gran diferencia está grabada en nuestros huesos, lo que explicaría por qué tantos estudios destacan la tendencia de las mujeres a buscar ayuda en situaciones estresantes y a considerar el hecho de dar a luz como «una de las principales diferencias de género».
Y esas diferencias, como el hecho de atender en situaciones de estrés, encajan con una división del trabajo que se ha perpetuado a lo largo de casi toda la historia de la humanidad. Mientras los hombres salen a cazar mastodontes, las mujeres cooperan estrechamente y cuidan de sus hijos y de los de otras, como ocurre aún en nuestros días, para que las otras madres puedan vigilar que no exista peligro, recoger bayas o simplemente sentarse y respirar hondo varias veces para recuperar fuerzas.
En la medida en que ese comportamiento se convirtió en una forma de vida, es de suponer que el cerebro evolucionase para reforzarlo, creando una serie de cambios a nivel químico que impulsan a las mujeres a establecer amistades estrechas entre sí. Gracias a los escáneres cerebrales de Jeffrey Lorberbaum sabemos que las madres, contrariamente a lo que les ocurre a los padres, activan su centro de recompensa cuando oyen llorar a su bebé, algo que refuerza su actitud de cuidadora. Con la amistad entre mujeres ocurre algo parecido, según se afirma en un curioso estudio, aún por publicar, que se presentó en el congreso anual de la Sociedad de medicina de la conducta en 1999. En ese estudio, LarryJamrier, psicólogo de la Universidad de California en Irving, y sus colegas dieron a un grupo de 24 mujeres y 20 hombres pastillas con naltrexona, un producto químico que limita, durante al me nos veinticuatro horas, el nivel de opioides placenteros en sangre. Todos los participantes en el estudio escribieron diarios cuya lectura reveló las espectaculares diferenciasde reacción entre hombres y mujeres. El comportamiento de los hombres era, en esencia, el mismo, mientras que las mujeres redujeron su contacto con otras personas, no llamaban por teléfono a amigos ni pasaban tiempo con ellos y afirmaban no sentir tanto placer al estar con otras personas. Así mismo, mientras las mujeres dijeron sentir- se menos alerta, los hombres no comentaron nada sobre ese particular.
Al saber que, en los animales, ese comportamiento social liberaba opioides endógenos que era de suponer tendrían como fin vincular el contacto social con una sensación de recompensa, Jamner se interesó aún más por el asunto. Su investigación plantea la cuestión de si para las mujeres las relaciones sociales son una cuestión innata mucho más gratificante que para los hombres.
Hasta la fecha, no disponemos más que de pequeños atisbos de comprensión de lo que suponemos podría ser el trasfondo neuroquímico de los vínculos afectivos entre mujeres. La cuestión no ha despertado el suficiente inte rés de los investigadores. Pero Barry Keverne, profesor de neurociencia conductista en la Universidad de Cambridge, en el Reino Unido, un experto que ha investigado en profundidad la bioquímica del instinto maternal de ovejas y monas así como sus vínculos sociales, escribe: «La biología es increíblemente conservadora. Si un mecanismo potencia el vínculo entre madre e hijo, lo más probable es que aparezca en muchos casos».
Confía en tu oxitocina
¿Interviene la oxitocina en las amistades entre mujeres? En el momento de escribir este ensayo, no existe prueba clara de ello. Sin embargo, a medida que investigadores de distintas disciplinas empiezan a prestar más atención a esta hormona, surgen teorías y descubrimientos circunstanciales fascinantes. Algunos investigadoresbarajan la hipótesis de que la carencia de oxitocina en el cerebro podría ser uno de los factores que intervienen en el autismo, una enfermedad genética que imposibilita las relaciones estrechas con otras personas. Y en un excelente experimento realizado en 2003 se comprobó que en adultos sanos se da una estrecha correlación entre los niveles de oxitocina en sangre, las relaciones sociales y la confianza.
En ese estudio, Paul Zak y sus colaboradores reclutaron a un grupo de voluntarios que no se conocían entre sí, les pagaron 10 dólares por acudir y le asignaron a cada uno una pareja. Cada pareja participaba en un juego de ordenador en el que uno de ellos tenía la posibilidad de enviar dinero a su compañero y podía elegir si no enviaba nada, si enviaba un poco o si lo enviaba todo. Les dijeron que hiciesen lo que hiciesen, la persona recibiría el triple, es decir que si envíaban 10 dólares, la pareja recibiría 30. El compañero podía entonces decidir qué hacía con esos 30 dólares, si quería enviar una parte podía hacerlo pero no estaba obligado a ello. Así, la primera persona tenía la oportunidad de enviar una señal de confianza en la relación temporal que acababa de entablar y la segunda podía hacer honor a esa confianza o no.
Zak y sus colaboradores tomaron muestras de sangre de los voluntarios cuando éstos ya habían tomado una decisión para medir su nivel de oxitocina en ese momento. Descubrieron que los jugadores que recibieron una mayor cantidad de dinero, una prueba de confianza, tenían mayores niveles de oxitocina en sangre y se mostraban, a su vez, más dignos de esa confianza porque compartían el dinero con sus compañeros de juego. Zak comenta que le sorprendió mucho lo fuerte que era la respuesta hormonal, sobre todo en un entorno estéril como es un laboratorio de pruebas en que los jugadores sólo se tratan a través del ordenador. «El efecto de la oxitocina en las relaciones cara a cara ha de ser muy intenso», apunta.
Zak llama a este vanguardista enfoque «neuroeconomía», que vendría a ser una disciplina que se centra en la función de los procesos neuronales en la toma de decisiones financieras. Cree que la mayor o menor calidad de vida de los habitantes de un país se puede medir en términos de confianza y de niveles de oxitocina. Opina que los líderes mundiales deben esforzarse por mejorar los niveles de oxitocina estimulando y apoyando la lactancia materna, siendo personas de fiar ellos mismos e invirtiendo más en causas nobles como la educación o la lucha contra la contaminación. «Por lo general, los países con mayor confianza son los que obtienen mejores resultados en sus mercados bursátiles», afirma Zak.
Vistas así las cosas, combinar confianza, relaciones sociales y oxitocina parece una idea inteligente. Pero yo tengo un ejemplo convincente y mucho más cercano. En 1961, mis padres se mudaron de Minniapolis a California con sus cuatro hijos. La decisión de dejar la ciudad en la que mi familia había echado raíces durante generaciones fue de mi padre, pero el trabajo de integrarnos en un nuevo entorno fue cosa de mi madre. Según me contó más tarde, se propuso que sus dos hijos varones, que tenían siete y nueve años, no celebrarían su bar mitzvah en una sinagoga vacía. Así que se puso manos a la obra: se unió a la hermandad de mujeres de la sinagoga, recaudó fondos, llevó a quien lo necesitó en su coche horneó deliciosos postres que regaló a otras mujeres. Y así, enseguida, consiguió un amplio círculo de amigas que, en su mayoría, tenían hijos de la edad de los suyos. Y además de conseguir que los bar mitzvah fuesen un éxito de asistencia, en la actualidad, cuando sus hijos ya tienen cuarenta y cincuenta años, sigue viendo y disfrutando de aquellas amigas que, en su día, buscó para ayudar a sus hijos mientras que nosotros, los niños en cuestión, hemos olvidado hace tiempo a nuestros compañeros de juegos de la época. Cada vez que veo que las mujeres viven un promedio de siete años más que los hombres, pienso en mi madre, en cómo disfrutaba indirectamente preparando comidas que engordan, en su religiosidad y, sobre todo, en su don de gentes.
¿Es posible que el hecho de que mi madre contase con buenas amigas la hiciese una mujer más tranquila y sabia? ¿O tiene razón Uvnas-Moberg al suponer que el hecho de tener cuatro hijos cambió su cerebro desde el punto de vista neuroquímico y la protegió contra el estrés? ¿No será una mezcla de ambas cosas? Por ahora, no podemos más que hacer conjeturas. Sin embargo, cada vez contamos con un mayor número de datos que indican que la respuesta al estrés basada en hacer amigos y atender a los demás es, junto con el marco hormonal que la acompaña, beneficioso para el cerebro y para el cuerpo. Muchos estudios han demostrado que las relaciones humanas reducen los peligros asociados con el estrés porque bajan la presión sanguínea y el ritmo cardíaco. De hecho, los beneficios físicos de las relaciones sociales son un hecho tan aceptado hoy en día que ya es habitual que muchos médicos internistas pregunten a sus pacientes con qué frecuencia ven a sus amistades.
Así, la vida social es una elección inteligente en lo que a salud se refiere, seas o no madre. Sin embargo, aun reconociendo la tendencia natural de las madres a mostrar se más sociables, serviciales y confiadas, no conviene olvidar que también pueden ser las criaturas más ferozmente motivadas y competitivas de la Tierra.