Propiciar la colaboración


El capítulo 2 del libro «Cómo hablar para que sus hijos escuchen, y como escuchar para que sus hijos hablen», de las escritoras Adele Faber y Elaine Mazlish

Editorial: HarperCollins Publishers
Fecha de publicación: 08/05
Encuadernación: Tapa blanda
Número de páginas: 264
ISBN: 0-06-073088-9 / 978-0-06-073088-8

Cómo propiciar la colaboración

Primera parte

A estas alturas, sus hijos ya le habrán brindado numerosas oportunidades de poner en práctica su capacidad de escuchar. Los hijos, por regla general, saben cómo comunicarnos «alto y claro» que algo les inquieta. Recuerdo que en mi casa cualquier día con los niños era como un Festival de teatro. Un juguete perdido, un corte de pelo excesivo, una nota urgente para la escuela, unos vaqueros nuevos que no se ajustaban bien, una pelea con algún hermano; cualquiera de estas crisis podía generar suficientes lágrimas y pasiones para montar un drama en tres actos. Nunca nos faltó material.

La única diferencia es que en el teatro cae el telón y el público se va a casa. Los padres no pueden darse ese lujo. De un modo u otro debernos enfrentarnos a las ofensas, la cólera, la frustración, y conservar intacta nuestra salud mental.

Ahora sabernos que los antiguos métodos no son válidos. Ninguna de nuestras explicaciones y palabras tranquilizadoras aporta solaz a nuestros hijos, y a nosotros nos agotan. Sin embargo, los métodos nuevos pueden entrañar también problemas. Pese a haber aprendido cuánto más reconfortante puede ser una respuesta solidaria, no siempre nos es fácil darla.

Para muchos de nosotros el lenguaje es novedoso y ajeno. Hay padres que me dicen:

«Al principio me sentía raro «no era yo mismo», como si estuviera representando un papel. »

«Me sentía muy poco natural, pero algo debí de hacer bien porque mi hijo, que nunca pasaba del monosílabo y del «¿es obligatorio?», de repente ha empezado a hablar conmigo.»

«Yo me sentía cómodo, pero los niños parecían inquietos. Me miraban con recelo.»

«Descubrí que antes nunca había escuchado a mis hijos. Esperaba que terminasen de hablar para decir lo que tenía en mente. Escuchar de verdad es una ardua tarea. Tienes que concentrarte si no quieres dar una respuesta estereotipada.»

Otro padre informó (le un fracaso. «Lo intenté y no dio resultado. Mi hija volvió de la escuela dominical muy desencajada. En vez del habitual » qué pones esa cara?», le dije: «Amy, pareces disgustada». Estalló en llanto, fue hasta su habitación y cerró de un portazo.»

Le expliqué al padre en cuestión que, incluso cuando no da «resultado», de algo sirve. Amy percibió un tono distinto aquel día, un tono que le decía que a alguien le importaban sus sentimientos. Le insté a no rendirse. Dentro de un tiempo, cuando Amy se haya convencido de que puede contar con la aceptación de su padre, se decidirá a confesarle sin miedo io que la aflige.

Quiza la reacción más memorable que he oído es la de un adolescente que conocía la asistencia de su madre a mis talleres. El chico volvió a casa del colegio mascullando entre dientes:

«No tenían derecho a excluirme del equipo sólo porque había olvidado los pantalones de gimnasia. He tenido que ver todo el partido desde el banquillo. ¡Qué injusticia!”

«Debes de haber pasado un mal rato» – repuso la madre cariacontecida.

El chico le espetó:

«¡Tú siempre te pones de su parte!”

Ella le agarró por el hombro.

«Jimmy, me parece que no me has oído bien. He dicho que lo habrás pasado fatal”.

El muchacho pestañeó y la miró fijamente. Luego exclamó:

«¡Papá  debería ir también a esos cursos!»

En el capítulo anterior hemos estudiado la forma como los padres pueden ayudar a sus hijos a afrontar sus sentimientos negativos. Ahora querríamos centrarnos más en ayudar a los padres a asumir su propia negatividad.

Una de las frustraciones inherentes a la paternidad es la batalla diaria para que nuestros hijos se comporten de un modo aceptable para nosotros y para la sociedad. Puede ser un trabajo enloquecedor, muy laborioso. Una parte del problema radica en el conflicto de necesidades. La necesidad del adulto es una semblanza de pulcritud, orden, urbanidad y rutina. A los niños nada podría importarles menos. ¿Cuántos de ellos se avendrían, por su propia voluntad, a bañarse, a decir «por favor» o «gracias» y a cambiarse la ropa interior? ¿Cuántos llevarían siquiera esa ropa? Los padres invierten grandes dosis de energía en inducir a sus hijos a adaptarse a las normas sociales. Y, por algún motivo, cuanto más nos apasionamos nosotros más activamente se nos resisten.

Sé que ha habido muchos momentos en los que mis propios hijos veían en mí a un enemigo, una persona que siempre les estaba obligando a hacer lo que no querían: «Lávate las ruanos… Alisa la servilleta… Baja la voz… Cuelga el abrigo… ¿has hecho los deberes?… ¿Estás seguro de que te has lavado los dientes?… Vuelve al lavabo y tira de la cadena… Ponte el pijama… Ve a acostarte…»

También era yo quien les impedía hacer lo que más deseaban: «No comas con los dedos… No des puntapiés en la mesa… No eches arena a los ojos… No saltes en el sofá… No le estires la cola al gato… ¡No te metas los guisantes en la nariz!».

La actitud de los niños era: «Hago lo que me viene en gana». Mi actitud era: «Harás lo que yo te mande», y estalló la guerra. Llegó un momento en el que se me revolvían las tripas cada vez que tenía que encomendar a mis hijos la tarea más simple.

Tómese ahora unos minutos para pensar qué pone más empeño en que hagan. o no hagan, sus hijos en un día típico. A continuación indique en el espacio inferior los «deberes» y las «restricciones».

Ya sea su lista larga o corta, ya sean realistas o falaces sus expectativas, cada punto señalado representa SU tiempo, su energía, y contiene todos los ingredientes necesarios para una guerra de voluntades.

¿Existe alguna solución?

Revisemos en primer lugar algunos de los métodos usados más frecuentemente por los adultos para que los niños colaboren. Al leer el ejemplo que ilustra cada método, retroceda en el tiempo e imagine que es un niño oyendo hablar a sus padres. Imprégnese bien de las palabras. ¿Qué le hacen sentir? Cuando tenga la respuesta, anótela. (Otra manera de realizar este ejercicio es pedirle a un amigo que le lea los ejemplos en voz alta y escuchar con los ojos cerrados.)

1. Reproches y acusaciones.

«He vuelto a encontrar huellas por toda la puerta! ¿Por qué has de ensuciarla siempre? Y en cualquier caso, ¿qué es lo que te pasa? ¿Es que no puedes hacer nada a derechas? ¿Cuántas veces tendré que decirte que uses e pomo? Tu problema es que no me escuchas.»

2. Insultos.

«Hoy estamos bajo cero y tú te pones una chaqueta de entretiempo. ¿Cómo puedes ser tan memo? ¡Mira que llegas a hacer idioteces!»

«Vamos, deja que te arregle yo la bicicleta. Ya sabes lo torpe que eres con la mecánica.»

«Pero ¿tú has visto cómo comes? Es repugnante.»

«¡Hay que ser un marrano para tener la habitación tan sucia! Vives como las bestias.»

3. Amenazas.

«Vuelve a tocar esa lámpara y te daré un bofetón.»

«Si no escupes el chicle ahora mismo, re abriré la boca y te lo quitaré yo.»

«Si no has terminado de vestirte cuando cuente hasta tres, me iré sin ti.»

4. Órdenes.

«Quiero que limpies tu habitación en este mismo instante.»

«Ayúdarme a entrar los paquetes. ¡Venga, date prisa

«¿No has sacado la basura? ¡Hazlo inmediatamente! Pero ¿qué estás esperando? ¡Muévete de una vez!»

5. Sermones moralizantes.

«¿Te parece bonito lo que has hecho, arrancarme el libro de las manos? Veo que no has comprendido la importancia de tener buenos moda les. Lo que intento inculcarte es que si pretendes que los demás sean educados contigo, tú a cambio habrás de ser educado con ellos. No te gustaría que te quitasen así uno de tus juguetes, ¿verdad? Pues procura ser respetuoso con las cosas ajenas. No hagas a otros lo que no quieras para ti mismo.»

6. Advertencias.

«¡No te quemes!»

«Si no andas con ojo te atropellará un coche.»

«¡No te subas a ese árbol! ¿Es que quieres caerte?»

«Ponte la chaqueta o pillarás un resfriado.»

7. Victimismo.

«¡Basta ya de armar escándalo! ¿Qué intentáis conseguir, que me ponga enferma? ¿Que me dé un ataque de corazón?»

«Ya veréis cuando tengáis hijos propios. Entonces sabréis lo que es la crispación.»

«¿Ves estas canas? Pues las tengo por tu culpa. Estás cavando mi tumba.»

8. Comparaciones.

«¿Por qué no te parecerás más a tu hermano? El siempre acaba sus trabajos con antelación. »

«¡Lisa es tan delicada en la mesa! Nunca la he sorprendido comiendo con los dedos.»

«¿Por qué no te vistes como Gary? Va siempre va pulido, con el pelo corto y la camisa por dentro.. Es un placer mirarle.»

9. Sarcasmos.

«¿Así que tienes un control mañana y te has dejado el libro en la escuela? Qué espabilado! Es todo un alarde de inteligencia.»

«¿Eso es lo que vas a ponerte, lunares y cuadros escoceses? Bien, no hay duda de que te lloverán las felicitaciones.»

«¿Son éstos los deberes que vas a presentar mañana en clase? En fin, quizá tu profesor sepa leer chino; yo, no.»

10. Profecías.

«Así que me mentiste respecto a tus calificaciones. ¿Sabes lo que vas a ser cuando crezcas? Una persona en quien nadie podrá confiar.»

«Si continúas siendo tan egoísta, nadie querrá jugar contigo. A este paso vas a quedarte sin amigos.»

«Te pasas la vida quejándote. Ni una sola vez has intentado apañarte por ti mismo. Ya te veo dentro de diez años: encallado en los mismos problemas y sin parar de protestar.»

Ahora que ya sabe cómo reaccionaría ante estas premisas el «niño» que hay en usted, quizá le interese conocer las reacciones de otras personas. Evidentemente, dos niños distintos darán también respuestas distintas. Exponemos algunas muestras extraídas de un mismo grupo.

Reproches y acusaciones.

«Es más importante que yo.» «Mentiré y diré que no he sido yo.» «Soy una nulidad.» «Estoy acobardado.» «Me gustaría poder insultarla.» «¿Que no te escucho? Así será desde hoy.»

Insultos.

«Tiene razón, soy un manazas y un burro.» «¿Para qué intentarlo siquiera?» «Yo le enseñaré. La próxima vez no llevaré ni el jersey.» «La odio.» «¡Vaya hombre, ya empezamos de nuevo!»

Amenazas.

«Tocaré la lámpara cuando no mire.» «Tengo ganas de llorar.» «Estoy asustado.» «déjame en paz!»

Órdenes.

«ObIígame si te atreves.» «Tengo miedo.» «No quiero moverme.» «Aborrezco ese genio.» «Haga lo que haga, habrá follón.» «¿Puedo largarme de aquí?»

Sermones moralizantes.

«Bla, bla, bla… ¿Quién te escucha?» «Soy un cretino.» «No valgo nada.» «Quiero huir muy lejos.» «¡Pero qué aburrimiento!»

Advertencias

«El mundo es siniestro, peligroso» «¿No llegare a ser nunca autosuficiente? No puedo hacer nada sin meterme en líos.»

Victimismo

«Me siento culpable » «Estoy aterrado»«Es culpa mia que haya enfermado»«¿A quien le importa?»

Comparaciones.

«Quiere a cualquiera más que a mí.» «¡Detesto a Lisa!» «Soy un fracaso total.» «Odio a Gary.»

Sarcasmos

«No me gusta que se burlen de mí. Es mezquino.» «Me siento humillado, desorientado.» «No merece la pena esforzarse.» «Esta me las pagará.» «Por mucho que lo intente, nunca destacaré.» «Ardo en resentimiento.»

Profecías

«Tiene razón. Nunca valdré para nada.» «¿No se puede confiar en mí? Le demostraré que se equivoca.» «Soy un caso perdido.» «Abandono.» «Estoy predestinado.»

Si nosotros los adultos experimentamos esos sentimientos sólo por leer unas palabras impresas ¿qué sentirán los auténticos niños?

¿Existen alternativas? ¿Hay algún mecho de propiciar la colaboración de nuestros hijos sin menoscabar su autoestima ni dejarles una secuela de sentimientos nocivos? Se conocen métodos más asequibles para los padres, que no les exijan un tributo tan alto?

Queremos compartir con el lector cinco tácticas que nos han sido muy provechosas a nosotras y a los padres de nuestros talleres. Ninguna de ellas funcionará con todos los niños. Ninguna se ajustará a todas las personalidades. Y, por último, ninguna será eficaz en todo momento. Lo que hacen estas cinco tácticas, sin embargo, es crear un clima de respeto en el que podrá germinar el espíritu participativo.

 

Tácticas para que los hijos colaboren

 

1. Describir. Describa lo que ve o describa el problema.

2 Dar información

3. Expresarse sucintamente.

4. Comentar los propios sentimientos.

5. Escribir una nota.

 

Aquí las tienen: son cinco tácticas que fomentan la colaboración y no dejan resquicios de animosidad.

Si por casualidad sus hijos están ahora mismo en la escuela, acostados o, milagrosamente, jugando sin alborotar mucho, ésta es su oportunidad de intercalar cinco minutos de práctica. Puede perfeccionar sus habilidades con unos niños hipotéticos antes de que le caigan encima los de carne y hueso.

Ejercicio 1.

Entra en su dormitorio y descubre que su hija recién bañada ha dejado la toalla mojada sobre la colcha de la cama.

A- Escriba el típico comentario que haría un padre común sin obtener ningún resultado.

B. En la misma situación, señale cómo podrían utilizarse las técnicas que aparecen a continuación para estimular la colaboración de su hija.

1. Describir (describa lo que ve o describa el problema):

2. Dar información:

3. Expresarse sucintamente:

4. Comentar los propios sentimientos:

5. Escribir una nota:

Acaba de aplicar cinco métodos diferentes a la misma situación.

En las situaciones siguientes, elija la técnica que cree que sería más eficaz con su propio hijo.

Ejercicio 2.

-Situación A.

Está envolviendo un paquete y no encuentra las tijeras. Su hijo tiene unas, pero le quita continuamente las suyas y no las devuelve.

Comentario inútil:

Actitud cabal:

Técnica utilizada:

-Situación B.

Su pequeño se obstina en descalzarse y dejar las zapatillas de deporte en la puerta de la cocina.

Comentario inútil:

Actitud cabal:

Técnica utilizada:

-Situacion C.

Su hijo ha colgado en el armario el impermeable totalmente empapado.

Comentario inútil

Actitud cabal:

Tíécnica utilizada:

Situación D.

Ha reparado en que últimamente su hijo no se lava los dientes.

Comentario inútil:

Actitud cabal:

Técnica utilizada:

Recuerdo mis propias experiencias cuando empecé a ejercitarme en esta prácticas. Estaba tan ansiosa por poner en vigor el nuevo enfoque en mi fimilia que volví a casa de una reunión, tropecé con los patines de mi hija en el recibidor y le dije dulcemente: «Cariño, los patines deben guardarse en el armario». Me sentí como una heroína. Cuando la niña me miró impertérrita y reanudó su lectura, le di un cachete.

Desde entonces he aprendido dos cosas:

1) Es capital ser auténtico. Fingirme tranquila cuando estoy encolerizada se vuelve forzosamente en mi contra. No sólo falla el contacto sino que, al haber sido «demasiado comedida», acabo desfogándome con mi hija de todos modos. Hubiese sido más efectivo gritar: «¡El sitio de los patines es el armario!». Entonces la niña se hubiera movido al instante

2) No haber «salido airosa» la primera vez no significa que haya que revertir a los viejos métodos. Tengo más de una técnica a mi disposición. Puedo usar una combinación de varias y, si es necesario, con creciente intensidad. Por ejemplo, en el caso de la toalla mojada podría empezar recalcándole pausadamente a mi hija: «Esa toalla está mojando la colcha».

Luego lo combinaría con un: «Las toallas usadas deben dejarse en el cuarto de baño».

Si la pequeña estuviese absorta en una de sus ensoñaciones y quisiera realmente infiltrarme en sus pensamientos, aumentaría el volumen: «¡La toalla!».

Supongamos que la niña no se inmuta y comienzo a impacientarme. Siempre puedo elevar un poco más el tollo: «¡No quiero dormir toda la noche en una cama húmeda y fría!».

Quizá no deseara desgastar mi voz. Si así fuese, lo idóneo sería deslizar una nota en su libro omnipresente: «Las toallas mojadas sobre mi cama me ponen a cien».

Incluso podría imaginarme a mí misma lo bastante iracunda como para decir: «No me gusta que me menosprecien. Estoy poniendo tu toalla en su sitio, así que ahora tienes una madre resentida».

Hay mil maneras de acomodar el mensaje al talante.

Ahora quizá desee aplicar estas tácticas a las realidades de su propio hogar. Si es así, dé un somero repaso a su lista (los «deberes» y «restricciones» de la página 51. ¿Es posible que algunos imperativos de dicha lista se les faciliten a usted y a sus hijos usando los métodos que acabamos de discutir? Tal vez las tácticas del capítulo 1 sobre cómo aceptar los sentimientos negativos del niño contribuyan asimismo a aligerar la situación.

Dedíquele un tiempo de reflexión y anote los métodos que le gustaría ensayar esta semana.

 

Segunda parte:

 

Comentarios, preguntas e historias de los padres

 

Preguntas

 

1. ¿No es «cómo» se dice algo a un niño igual de importante que «lo que» se dice?

Por descontado que sí. La actitud que subyace a sus palabras es tan importante como las palabras mismas. La actitud con la que prosperan los niños es la que comunica poco mas o menos: «Eres basicamente una persona adorable y eficiente. Ahora mismo hay un problema que requiere tu atención. Una vez hayas tomado conciencia de él, lo más probable es que respondas responsablemente».

La actitud que derrota completamente a los niños es la que comunica:

«Eres básicamente irritante e inepto. Siempre te las ingenias para hacerlo todo mal, y este último incidente es una prueba más de tu absoluta incapacidad».

2. Si la actitud es tan fundamental, ¿para qué preocuparse de las palabras?

Una mirada paterna de animadversión o un tono desdeñoso pueden herir profundamente a un niño. Pero si además le llueven palabras como «estúpido», «descuidado», «irresponsable», «todo lo haces mal» o «no aprenderás nunca», se sentirá todavía más dolido. Las palabras tienen el don de perdurar larga y venenosamente en la memoria. Y lo peor es que algunos niños las resucitan más tarde para esgrimirlas como armas contra sí mismos.

3. ¿Qué hay de malo en pedirle a un niño «por favor» que haga lo que queremos?

Naturalmente, cuando solicitamos pequeños servicios como «Por favor, pásame la sal» o «Por favor, sujeta la puerta», este término es una cortesía común, un recurso para restar brusquedad a órdenes de otro modo tajantes: «Pásarne la sal» o «Sujeta la puerta». Decimos «por favor» a nuestro hijos para asentar una manera socialmente aceptable de formular peticiones sencillas.

Pero esta expresión tan sólo se tercia en los momentos relajados. Cuando estamos más tensos, un gentil «Por favor» puede incluso generar conflictos. Medite el siguiente diálogo:

MADRE: (intentando ser amable) Por favor, no saltes en el sofá. (Continúa saltando)

MADRE: (Más alto) Te ruego que no lo hagas más. (Vuelve a saltar)

MADRE: (Da una súbita bofetada al niño,) ¿Acaso no te lo he pedido con buenas palabras?

¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué ha pasado la madre de la corrección a la violencia en tan pocos segundos? El hecho es que, siempre que alguien se esmera y recibe indiferencia, la ira surge instantáneamente. Tiende a pensar: «¿Se atreve a desafiarme ese enano después de lo amable que he sido? ¡Yo te enseñaré! ¡Toma!».

Cuando quiera que algo se haga de inmediato, es preferible hablar enérgicamente en vez de suplicar. Un sonoro y contundente «¡Los sofás no son para saltar!» cortaría sin duda esos saltos mucho más deprisa. (Si el pequeño persiste, siempre se le puede sacar en volandas, repitiendo con firmeza «iNo saltes en el sofá!».)

4. ¿Qué explicación tiene el hecho de que algunas veces mis hijos obedezcan cuando les pido que hagan algo, y en cambio otras es como si no existiera?

En una ocasión preguntamos a un grupo de escolares por qué en ciertos momentos no escuchaban a sus padres. Esto es lo que contestaron:

«Cuando salgo del colegio estoy muy cansado, y si al llegar a casa mi madre me manda algo intento hacerme el sordo.»

«A veces estoy tan enfrascado jugando o viendo la televisión, que realmente no la oigo.»

«Hay días en los que estoy malhumorado por algo que me ha pasado en la escuela y no me apetece acatar órdenes.»

Añadidas a las disquisiciones de los niños, le presentamos a continuación algunas preguntas que podría formularse a sí mismo cuando fracase en sus intentos:

¿Es lógica mi exigencia en función de la edad y las aptitudes de mi hijo? (¿Le estoy exigiendo a un niño de ocho años que guarde una perfecta compostura en la mesa?)

¿No creerá él que lo que le pido es irracional? ( «¿Por qué siempre me incordia mi madre haciéndome lavar las orejas por detrás? ¡Pero si no lo ve nadie!»)

¿Puedo darle una opción sobre «cuándo» hacer algo, en lugar de insistir en que sea «ahora mismo»? («¿Vas bañarte antes o después del programa de la tele?»)

¿Puedo darle una opción sobre «cómo» hacer las cosas? ( «¿Vas a bañarte con la muñeca o con el barquito?»)

¿Qué cambios fisicos podría efectuar en la casa para promover la colaboración? («¿Por qué no instalar unos ganchos en el armario y eliminar la lucha con los colgadores? ¿Sería menos abrumadora la tarea de recoger si colocara más estantes en la habitación del niño?)

Por último, ¿me dedico a darle órdenes la mayor parte de nuestro tiempo en común? ¿O me reservo algún rato para pasarlo a solas con él, únicamente para «estar los dos juntos»?

 

5. Confieso que en tiempos pasados le he dicho a mi hijo todo lo que no debía. Ahora intento cambiar pero él me pone trabas. ¿Qué puedo hacer?

El niño que ha recibido unas dosis abusivas de críticas puede ser hipersensible. Incluso un cariñoso «No te dejes la bolsa de la comida» se le antojará una denuncia más de su «carácter olvidadizo». Ese niño necesitará una tolerancia extrema y una gran cantidad de frases aprobatorias antes de empezar a no percibir nada que pueda parecerse a un amago de censura. En un capítulo ulterior encontrará algunas fórmulas para ayudar a su hijo a tener una imagen más halagüeña de sí mismo. Entretanto, probablemente se producirá un período de transición en el que reaccionará con resquemor e incluso con hostilidad al nuevo trato que recibe de sus padres.

En cualquier caso, no se deje desanimar por la actitud negativa de su hijo. Todas las tácticas que ha leído hasta ahora son otros tantos medios de demostrar respeto a los demás. No hay nadie que no responda favorablemente más tarde o más temprano.

 

6. El humor es lo que mejor funciona con mi hijo. Le encanta que le pida las cosas de una manera divertida. ¿Puedo hacerlo?

 

Si puede llegar a la mente de su hijo a través de la broma, ¡el mundo es suyo! No hay nada como una pizca de humor para impeler a los hijos a la acción y alegrar el ambiente doméstico. El problema de muchos padres es que su sentido lúdico natural se socava por la irritación diaria que causa convivir con niños.

Un padre nos dijo que su sistema infalible para infundir un espíritu de juego a las órdenes urgentes era adoptar otra voz o acento. La favorita de su hijo era la VOZ de robot: «Aquí RC-3D-la -próxima-persona-que-use-los-cubitos-de-hielo-y-no-llene-la-bandeja-será-propulsada-al-espacio- interga-láctico. Rogamos-emprendan-acción-pronta-y-afirmativa».

7. Algunas veces noto que me estoy repitiendo hasta la saciedad sobre un mismo asunto. Aunque utilice tácticas, parezco una madre impertinente. ¿Cómo podría evitarlo?

A menudo, lo que nos incita a repetirnos es que el niño actúa como si no nos hubiera oído. Cuando se sienta tentado de recalcarle algo a su hijo por segunda o tercera vez, conténgase. Compruebe antes si el pequeño se ha enterado de lo que le decía. Por ejemplo:

MADRE: Billy, nos iremos dentro de cinco minutos.

B1LLY: (No contesta y sigue leyendo su tebeo)

MADRE: ¿Podrías repetirme lo que acabo de decir?

MADRE: Has dicho que saldremos dentro de cinco minutos. Muy bien, ahora que sé que me has oído no volveré a mencionarlo.

 

8. Mi problema es que cuando le encargo un trabajo a mi hijo, dice «Sí, papá, ahora mismo voy», y luego nunca cumple. ¿Qué debo hacer al respecto?

 

He aquí un ejemplo de Cómo resolvió esta cuestión otro padre:

 

PADRE: Steve, hace dos semanas que no se corta el césped. No puede pasar ni un día más.

HIJO: Sí, papá, ahora mismo voy.

PADRE: Me quedaría más tranquilo si supiera cuándo exactamente piensas hacerlo.

HIJO: En cuanto termine el programa de la tele.

PADRE: ¿Y cuándo será eso?

HIJO: Dentro de media hora.

PADRE: Estupendo. Ahora sé que puedo contar con que cortarás la hierba dentro de media hora. Gracias, Steve.

 

Comentarios, advertencias y anécdotas sobre cada método

 

1. Describir (describa lo que ve o describa el problema).

Lo mejor de utilizar un lenguaje descriptivo es que anula la sentencia o el dedo acusador, y ayuda a toda la familia a centrarse en lo que hay que hacer.

«Se ha derramado la leche. Necesitamos una esponja.»

«Se ha roto la jarra. Necesitamos la escoba.»

«Se ha descosido el pijama. Necesitamos aguja e hilo,»

Ahora le sugiero que se dirija estos supuestos a sí mismo, pero empezando cada frase en segunda persona del singular. Por ejemplo: «Has derramado la leche», «Has roto la jarra», «Te has descosido el pijama». ¿Advierte la diferencia? Muchas personas sostienen que el «tú» les hace sentir acusadas y en consecuencia a la defensiva. Cuando describirnos meramente el percance (en vez de subrayarle lo que «ha hecho»), permitiremos al niño asimilar el problema y buscarle remedio.

Me sublevé cuando mis dos hijos varones se sentaron a la mesa embadurnados de pintura verde de acuarela, pero estaba decidida a no perder la calma y ponerme a bramar. Consulté la lista de tácticas que había colgado en la puerta de la despensa y usé la primera de todas: «Describa lo que ve». Esto fue lo que pasó.

Yo: Veo a dos chicos con pintura verde en las manos y en la cara.

Ellos se miraron, y fueron raudos al cuarto de baño para lavarse.

Unos minutos más tarde, entré en el baño y poco faltó otra vez para que lanzase un grito. ¡1os azulejos estaban cubiertos de pintura! Pero me ceñí a mi táctica.

Yo: ¡Ahora veo pintura verde en las paredes!

Mi hijo mayor corrió a buscar una bayeta diciendo: «¡Guerrilleros al rescate!». Pasados cinco minutos me llamó para que inspeccionase la tarea.

Yo: (fiel al método de la descripción) Veo que una persona muy diligente ha quitado la pintura de las paredes del baño.

Mi hijo mayor sonrió complacido. Entonces el pequeño anunció:

«¡Voy a limpiar la pila!».

Si no lo hubiera visto con mis propios ojos no lo habría creído.

Advertencia. Es posible usar esta técnica de un modo que exaspere los ánimos. Por ejemplo, un padre nos explicó que estaba junto a la puerta de su casa en un día frío y le dijo a su hijo, que acababa de entrar: «La puerta ha quedado entreabierta». El niño replicó: «¿Por qué no la cierras?». El grupo dedujo que el chico había recibido el comentario descriptivo del padre como un «Estoy intentado obligarte a rectificar. ¿Captas la indirecta?». El grupo convino también en que las frases descriptivas producen más efecto cuando el niño siente que necesitamos su ayuda.

 

2. Dar información.

Lo que más nos gusta de dar información es que, en cierta medida, le estamos haciendo al niño un regalo que podrá utilizar siempre. Durante el resto de su vida querrá saber que «la leche se echa a perder cuando no la guardamos en la nevera», que «los cortes abiertos deben desinfectarse», que «los discos se deforman por causa del calor», o que «las galletas se vuelven rancias si dejamos la caja abierta». Los padres nos han ratificado que la táctica de informar no es difícil. Lo que cuesta, dicen, es renunciar a la coletilla insultante, como: «La ropa sucia hay que ponerla en el cesto del lavadero. ¿Es que nunca vas a aprender?».

También nos gusta dar información a los niños porque parecen concebirla como un acto de confianza. Se dicen a sí mismos: «Los mayores piensan que actuaré responsablemente una vez conozca los datos».

Monique regresó de la reunión con las niñas guía vistiendo el uniforme. Salió a jugar al jardín. Debí de insistirle unas tres o cuatro veces para que se pusiera unos pantalones de chándal. Ella no paraba de decir: «¿Por qué?».

«Porque puedes desgarrarte la tela», respondía yo.

Finalmente le dije: «El chándal es para jugar en el jardín; el uniforme de explorador sólo se lleva en los encuentros con las niñas guía».

Para mi asombro, dejó lo que estaba haciendo y se cambió enseguida.

Un padre nos relató la experiencia vivida con su hijo coreano de cinco años recién adoptado: Kim y yo habíamos recorrido media manzana para visitar a un vecino y devolverle una escalera. Cuando nos disponíamos a llamar al timbre, un grupo de chavales que estaban jugando en la calle le señalaron y gritaron:

«iEs chino! ¡La peste amarilla!». Kim se quedó perplejo y consternado, pese a que no conocía el significado de aquellas palabras.

Cruzaron por mi mente un sinfín de elucubraciones: «Esos pequeños canallas ni siquiera han acertado el país. Me gustaría cantarles cuatro verdades y llamar a sus padres, pero acabarían desquitándose con Kim. Para bien o para mal, es nuestro vecindario, y tenemos que encontrar la manera de vivir en él».

Me acerqué a aquellos niños y les dije con mucho aplomo: «Insultar puede herir los sentimientos».

Mis palabras parecieron desconcertarles. (Quizá ellos esperaban una regañina.) Al fin, entré en casa de mi vecino, pero dejé la puerta abierta. No obligué a Kim a acompañarme. Cinco minutos más tarde me asomé a la ventana y vi a mi hijo jugando con los otros niños.

Al alzar la mirada vi a Jessica, de tres años, en el triciclo siguiendo a su hermano de ocho, que pedaleaba calle abajo. Afortunadamente no había coches a la vista. Grité: «¡Con dos ruedas se puede circular por la calzada! Los que llevan tres deben subir a la acera».

Jessica desmontó del triciclo, contó solemnemente las ruedas y lo arrastró hasta la acera, donde reanudó su marcha».

Advertencia, Absténgase de dar al niño una información ya sabida. Por ejemplo, si le dijese a una jovencita de diez años «La leche puede agriarse si no se mete en la nevera», ella llegaría a la conclusión de que o bien la considera mema o bien está siendo sarcástico.

 

3. Expresarse sucintamente.

Muchos padres nos han comentado cuánto aprecian esta táctica. Afirman que ahorra tiempo, sofocones y explicaciones tediosas. Los adolescentes con los que hemos trabajado nos han dicho que ellos también prefieren el aviso escueto: «Esa puerta», «El perro» o «Los platos», en el que hallan una grata liberación de las arengas usuales.

Según nuestro criterio, el valor de estas indicaciones lacónicas estriba en que en vez de una orden acuciante, damos al niño la oportunidad de ejercer su propia iniciativa y su propia inteligencia. Cuando nos oye decir «El perro», tiene que pensar: «¿Qué ocurre con el perro? ¡Ah, claro! Esta tarde no lo he llevado a pasear. Será mejor que lo saque ahora».

Advertencia. No use el nombre de su hijo como palabra clave. Cuando un niño oye muchas veces al día un «Susie» reprobatorio, empieza a asociar su nombre con la censura paterna.

 

4. Comentar los propios sentimientos.

A la mayoría de los padres les quitan un peso de encima cuando averiguan que puede ser edificante compartir sus sentimientos con los hijos, y que no es necesario tener un aguante ilimitado. Los niños no son frágiles. Son perfectamente capaces de afrontar declaraciones como:

«Ahora no es un buen momento para repasar tu redacción. Estoy tensa y aturdida. Después de cenar podré dedicarle la atención que merece.»

«Harás bien rehuyéndome durante un rato. Estoy muy irritable y no tiene nada que ver contigo.»

Una madre que educaba sola a sus dos hijos nos dijo que solía enfadarse consigo misma porque a veces no tenía suficiente paciencia con ellos. Al fin decidió luchar para asumir mejor sus sentimientos y dejar que los niños penetrasen en ellos, en términos que pudieran comprender.

Empezó a establecer símiles como: «En estos momentos tengo la misma paciencia que una sandía». Al poco rato decía: «Ahora tengo la paciencia de un pomelo». Y más tarde: «Vaya, se ha reducido al tamaño de un guisante. Creo que deberíamos parar antes de que se consuma».

Comprobó que sus hijos se la tomaban seriamente, porque una noche uno de ellos le dijo: «Mamá, ¿cómo es de grande tu paciencia ahora? ¿Te permitirá leernos un cuento?».

Otros padres nos han expresado su renuncia a revelar su estado anímico. Si compartían las emociones, ¿no serían más vulnerables? Tal vez le dirían a su hijo: «Esto o aquello me trastorna», y él respondería inmutable: «¿A quién le importa?».

La experiencia nos ha confirmado muchas veces que los niños cuyos sentimientos son respetados tienen más tendencia a respetar a su vez los de los adultos. Pero bien podría haber una fase transitoria en la que acabe oyéndose un expeditivo «¿A quién le importa?». Si eso sucede alguna vez, no dude en puntualizar: «A mí. Me importa mucho lo que siento. Y también me importa lo que sientes tú. ¡Confío en que ésta sea una verdadera familia en la que todos nos preocupemos por los sentimientos del otro!»

Advertencia. Algunos niños son muy susceptibles a la desaprobación de los padres. Para ellos las frases terminantes como «Estoy indignado» o «Eso me pone furioso» son más de lo que pueden resistir. A modo de venganza, contestarán en tono beligerante: «¡Yo tambien estoy enfadado contigo!». Con estos niños es mejor limitarse a manifestar nuestras expectativas. Por ejemplo, en vez de decir: «Me disgusta que le tires de la cola al gato», sería más productivo un simple «Debes tratar amablemente a los animales».

 

5. Escribir una nota.

A la inmensa mayoría de los niños ies encanta que les envíen notas, sepan o no leer. A los más pequeños les emociona mucho recibir un mensaje impreso de sus padres. Les incita a escribir o dibujar respuestas para sus autores.

A los hijos mayores también les gusta esta forma de comunicación. Un grupo de adolescentes con los que trabajamos nos comentaron que una nota puede ser motivo de alegría, «como si recibieras carta de un amigo». Les conmovía especialmente que sus padres pensaran lo bastante en ellos como para tomarse el tiempo y la molestia de escribirles. Un muchacho dijo que lo que más agradecía de los mensajes escritos era que «no suben de volumen».

Los padres se han declarado, por su parte, muy a favor de las notas. Es un medio rápido y fácil de acercarse a los hijos, que además deja casi siempre un buen sabor de boca.

Una madre nos explicó que en el mostrador de su cocina tiene un bloc de papel y un viejo tazón de café con media docena de lápices. Muchas veces se suscita una situación en la que, o bien sus hijos la han oído hacer la misma demanda tantas veces que hacen oídos sordos, o bien está a punto de abandonar la lucha y realizar la tarea ella misma.

En esos momentos, dice que le cuesta menos esfuerzo armarse con Un lápiz que abrir la boca.

Presentamos un breve muestrario de sus notas:

 

Querido Billy: No he salido desde la mañana. Dame un desahogo.

Tu perro,

Harry

 

Querida Susan:

Esta cocina necesita un poco de orden. Habrá que retirar

1 Los libros de los fogones

2 Los zapatos de la puerta

3 La cazadora del suelo

4 Los restos de galleta de la mesa

Gracias anticipadas,

Mamá

 

Nota:

Esta noche, lectura de cuentos a las 8:30h. Se invita a los niños que lleven puesto el pijama y los dientes limpios.

Con cariño

Papá y mamá

 

El tono chistoso no es imprescindible, pero obviamente puede ayudar. A veces, sin embargo, la situación no es divertida y el humor resultaría inapropiado. Pensarnos en el padre que nos contó que su hija le había estropeado un disco recién comprado al ponerlo en su tocadiscos portátil con la aguja ya inservible. Dijo que si no hubiera podido desahogar su cólera en el papel, la habría castigado. Lo que escribió fue:

 

Alison:

¡ESTOY QUE ECHO HUMO!

Alguien cogió mi disco nuevo sin mi permiso, y ahora se ha rayado y no suena.

UN PADRE ENFADADO

 

Al cabo de un rato el padre recibió la siguiente respuesta de la niña:

 

Querido papá:

Lo siento de veras. Te compraré un disco nuevo el próximo sábado, y el dinero que cueste podrás descontarlo de mi semanada.

Alison

 

Nunca dejará de maravillarnos cómo unos niños que no saben leer se las ingenian para interpretar las Ilotas que les escriben sus padres. Este es el testimonio de una joven madre que trabaja hiera de casa:

El peor rato para mí son esos veinte minutos en los que intento preparar la cena mientras los niños van y vienen sin descanso entre la nevera y la panera. Cuando pongo la fuente, ya no les queda apetito.

El pasado lunes por la noche fijé en la puerta una nota improvisada:

 

Cocina cerrada hasta la cena

 

Mi hijo de cuatro años quiso saber inmediatamente qué decía. Le expliqué cada palabra. Respetó mi letrero tan a rajatabla, que no volvió a pisar la cocina. Estuvo jugando con su hermana al otro lado de la puerta basta que descolgué la nota y les hice entrar.

La noche siguiente, colgué de nuevo el letrero. Mientras freía unas hamburguesas, oí cómo mi hijo enseñaba su significado a su hermanita de dos años. Luego vi que ella señalaba las palabras y «leía»: «Cocina… cerrada… hasta… la cena».

El uso más insólito de una nota fue el que nos relató una madre que era también estudiante. Repasemos su historia:

En un momento de debilidad, me ofrecí a convocar en mi casa una reunión de veinte personas. Estaba tan nerviosa por tenerlo todo listo a tiempo que salí de clase antes de hora.

Cuando llegué a casa, eché una mirada a mi alrededor y mi corazón me dio un vuelco. Aquello era un caos: montañas de periódicos, sobres de correo, libros, revistas, el cuarto de baño sucio, las camas por hacer. Tenía poco más de dos horas para adecentarlo todo y empecé a poner me histérica. Los niños volverían de la escuela en cualquier momento y no me veía con ánimos de sufrir sus exigencias ni sus continuas peleas.

Sin embargo, no quería tener que perorar ni darles explicaciones. Decidí redactar una nota, pero no había una sola superficie despejada en toda la casa donde colocarla. Así pues, busqué un pedazo de cartón, practiqué en él dos agujeros, lo ensarté en un cabo de cuerda y me colgué la pancarta del cuello:

 

BOMBA DE RELOJERÍA. HUMANA

SI SE LA AGOBIA O IMPORTUNA

VAMOS A TENER COMPAÑIA

¡SE PRECISA AYUDA URGENTE!

 

Me puse a trabajar a toda velocidad. Cuando llegaron los niños, leyeron mi letrero y se brindaron a recoger sus libros y juguetes. Luego, sin que yo dijera una palabra hicieron sus camas… ¡y la mía! Casi no me lo podía creer.

Iba a atacar el cuarto de baño cuando llamaron al timbre. Tuve un instante de pánico, pero era el transportista de las sillas adicionales que había alquilado. Le invité a pasar y no entendí por qué no se movía. Miraba mi pecho con cara de pasmo.

Bajé la vista y advertí que aún llevaba c letrero. Quise justificarme, pero él me cortó diciendo: «No se apure, señora. Cálmese. Indíqueme tan sólo donde hay que poner las sillas, y yo mismo se las colocaré».

Algunas personas nos han preguntado: «Si utilizo estas tácticas adecuadamente, ¿responderán siempre mis hijos?». Nuestra contestación es: Esperemos que no. Los niños no son robots.

Además, nuestro propósito no es divulgar una serie de técnicas para manipular el comportamiento de tal manera que sus hijos obedezcan sistemáticamente. Nuestro propósito es apelar a lo mejor que hay en nuestros jóvenes: la inteligencia, la iniciativa, el sentido de la responsabilidad, el sentido del humor, la capacidad de sensibilizarse ante las necesidades ajenas.

Queremos poner fin a ese discurso que daña el espíritu y ahondar en el lenguaje que alimenta la autoestima.

Queremos crear un clima emocional que impulse a los niños a colaborar porque se aman a sí mismos y porque nos aman a nosotros.

Queremos cimentar el tipo de comunicación respetuosa que deseamos que nuestros hijos tengan con nosotros ahora, en los años de la adolescencia y después «como amigos» en la edad adulta.