Padres liberados, hijos liberados: Guía para tener una familia más feliz
de Faber, Adele y Mazlish, Elaine
Ed. MEDICI
El libro es de las autoras de «Cómo hablar….» pero han elegido una forma mucho mas liviana. Está casi novelado. es un diario de las reuniones de un grupo de madres (aunque habla tambien de los padres) con un psicólogo (el dr Haim Ginott, autor del un clasico de educación «Entre los padres y los hijos», que se ha reeditado en 2007 revisado por su viuda. Ya Enrique B mencionó este libro antes) que cuentan sus aprendizajes, cómo lo aplicaron, cuándo fracasaron, cuándo vieron que sus maridos lo hacian mejor, cuándo discutieron, cuándo llegaron a acuerdos, cuándo una frase pareció cambiarlo todo… Mis hijos estan en una edad en la que de veras casi todo lo que servia a los 2 y 3 años es inadecuado. Todas las tecnicas tienen que sufrir un cambio. y este libro me ha abierto nuevas posibilidades.
Tambien me ha hecho sentir relajada en cuanto a lo ya sucedido. me ha hecho ver cómo es posible recuperar la conexión con tus hijos despues de meter la pata reiteradamente hasta las orejas. una especie de alivio. Simplemente me ha llegado. y me ha hecho sentir bien y sobre todo capaz.
Voy a poneros dos textos. uno es el de las conclusiones finales (para mi un poco flojo, pero sirve de aperitivo) y otro un capitulo que quizá es el que mas dudas tengo de que sea totalmente aplicable… Vamos, el que mas debate interior ha hecho salir en mi, y quiero ver si tambien debatimos un poco aquí y llegamos a alguna conclusión.
Padres liberados, hijos liberados
Lo primero que se me ocurrió fue nuestra actitud hacia la furia. Solíamos pensar que un buen padre era un padre paciente. Ahora no sentimos la necesidad de reprimir nuestra ira. La expresamos totalmente pero, en lugar de proferir insultos, proferimos nuestros sentimientos, nuestros valores, nuestras expectativas. Solíamos pensar que un buen padre siempre debería estar dispuesto a «hacer cosas por» su hijo: ayudarle con los deberes, responder a todas sus preguntas, encontrar soluciones a sus problemas.
Ahora sabemos que los padres a veces «como ayudan más es no ayudando, haciéndose prescindibles»
Solíamos pensar que un padre tenía que ser coherente. Ahora nos sentimos más libres para cambiar de idea, de opinión, vivir más de acuerdo con lo que sentimos en cada momento. Siempre creímos que algunos de nuestros sentimientos negativos como padres «no eran buenos», que eran poco razonables. Ahora sabemos que los sentimientos no son buenos o malos. Lo importante es cómo nos comportamos según lo que sentimos. Hasta el momento me gustaba el cuadro que veía. Ciertamente albergaba muchas menos presiones, menos sentimientos de culpa que el anterior. Era mucho más amable para los padres. ¿Eran las ventajas igual de beneficiosas para los hijos? Nunca pensamos que importara cómo les hablábamos a nuestros hijos, siempre y cuando supieran que les queríamos. Lo que teníamos en la mente estaba en nuestra lengua.
Seguimos valorando la espontaneidad. Pero ahora somos conscientes del enorme poder de nuestras palabras, y tratamos de separar lo que es útil de lo que es dañino. Nunca supimos lo que debíamos hacer con las fuertes emociones de nuestros hijos. Pensábamos que debíamos moderarlas o bien enseñar a nuestros hijos a sentir de otra forma: «No digas eso, cariño. En tu corazón quieres realmente a tu hermana». Ahora entendemos que cuando reconocemos los sentimientos de un niño le estamos dando salud y fuerza. Siempre creímos que los padres deberían decidir qué era lo mejor para sus hijos. Ahora sabemos que cada vez que dejamos que un niño se enfrente al complicado proceso de tomar sus propias decisiones, le estamos ofreciendo una experiencia inestimable, para el momento presente y para su independencia futura. Nos parecía que el deber del padre era «poner a su hijo en el buen camino», explicarle por qué algunos de sus planes eran insensatos y poco realistas. Ahora entendemos que el mundo exterior es rapidísimo cortando las alas, y que un padre debe alentar los sueños de sus hijos. Solíamos pensar que al decir a un niño lo que hacía mal, mejoraría. Si le llamábamos mentiroso, se volvería honesto; si le llamábamos tonto, se volvería listo; si le llamábamos vago, se volvería más aplicado.
Y ésa era sólo una lista incompleta. Había otros muchos cambios en el enfoque que afectaban directamente a nuestro comporta miento. Ya no castigábamos a los niños; ya no los juzgábamos constantemente; seguíamos insistiendo, y exigiendo, y esperando cosas de ellos, pero siempre de una forma que dejara intacta su dignidad. ¡Dignidad! ¡Ésa era la diferencia básica entre el retrato antiguo y el nuevo! El nuevo retrato otorgaba infinitamente más dignidad tanto al padre como al hijo.
[…]
Nunca habíamos recibido una carta así, nunca habíamos oído hablar de una madre que hubiera perseverado con su hijo durante tanto tiempo. Una vez más nos dimos cuenta, esta vez a un nivel mucho más profundo: el poder de los padres es limitado. Hay tantas fuerzas que dan forma a la vida de nuestros hijos -el temperamento, la inteligencia, el aspecto fisico, la salud, la cultura, la época y simplemente la suerte- que escapan a nuestro control. Podemos cambiar muy pocas cosas, pero debemos aceptar muchas otras. No obstante, tenemos el poder para decidir cómo nos comunicaremos con nuestros hijos. Podemos elegir nuestras palabras y podemos elegir nuestra actitud. Y, en ocasiones, esas elecciones pueden cambiar el destino de un niño.
Éste ultimo parrafo es el último parrafo del libro y diría que es una de las frases que más me ha llegado (y eso que es casi casi descubrir el hilo negro, que diria Guio)
Y este es el otro texto:
Culpa y sufrimiento
Durante todas esas reuniones en las que exploramos los sentimientos de los padres y los medios para protegerlos, Katherine había permanecido sentada en silencio. Pero no cabe duda de que la desaprobación se dibujaba sobre sus labios apretados. Final mente, un día estalló. «Doctor Ginott, ¡hemos hablado de los sentimientos de los padres como si existieran de forma aislada! ¡Nuestros hijos sólo pueden confiar en nosotros! ¿Pueden los padres ser tan indulgentes consigo mismos que dejen de encargarse de un niño? El niño está a nuestra merced. ¡Simplemente no podemos rendirnos a cada uno de nuestros sentimientos! Vaya, si una madre siguiera sus verdaderos sentimientos, se quedaría en la cama hasta mediodía, nunca cambiaría los pañales del bebé y le metería una piruleta en la boca cada vez que llorase, ¡sólo porque no tolera el ruido! Si un padre no se preocupa de las necesidades de un niño, entonces, ¿quién lo hará?»
«Katherine -dijo el doctor Ginott-, su preocupación es válida. Un padre tiene la obligación de preocuparse de las verdaderas necesidades de un niño, sobre todo los primeros años. Una madre puede querer dormir bien durante una noche, pero no puede. El bebé necesita tomar el biberón a las dos de la madrugada. Si un niño pequeño está agotado, necesita que lo cojan. Pero, a medida que el niño madura, ya no requiere la satisfacción instantánea de sus necesidades. Ni siquiera es bueno para él. Como padres, nuestra tarea consiste en empezar a enseñarles, poco a poco, a posponer algunas de sus necesidades, lo cual les ayuda a crecer. Por ejemplo, a un niño de cinco años se le puede ayudar a retrasar la necesidad de ir al baño mientras la madre espera en la cola a que le den el cambio en el supermercado. Esta susurra: ‘Es dificil esperar cuando tienes tantas ganas de ir. En cuanto me den el cambio, nos vamos derechitos a los servicios’. La madre le enseña a sobrellevar un malestar temporal por deferencia con los sentimientos de quienes le rodean. No queremos que nuestros hijos se comporten siempre de manera infantil en el plano emocional. Nos gustaría que fuesen capaces de tener en cuenta los sentimientos de los demás.»
Neil parecía afligida. «Pero, doctor Ginott -dijo-, ¿qué se hace cuando hay un conflicto entre las necesidades del niño y las necesidades del padre? Es decir…, bueno, ya sabe que Kenneth prácticamente no tiene amigos. La mayoría de los días está bastante solo. Ayer vino una vecina con un cachorro que no podía seguir cuidando y preguntó si lo queríamos. Debería haber visto a Kenneth. Se arrodilló y tenía una mirada en el rostro mientras sostenía el perro que no había visto antes. Frotó la mejilla contra el pelo del cachorro, luego levantó la mirada y preguntó: ‘¿Podemos quedárnoslo? Por favor, mamá, ¿podemos?’. Deseaba tanto dárselo. Era un cachorro adorable y sabía lo que significaría para Kenneth. Pero, doctor Ginott, soy alérgica al pelo de los animales. Me hace toser. No sé qué hacer en este punto. Y, por otro lado, su necesidad es tan grande. Creo que voy a dejarle tenerlo.Con mucha delicadeza, el doctor Ginott dijo: «Neil, el placer de un niño no debería ser a costa del sufrimiento del padre. El coste es demasiado grande para ambos. El padre paga con su salud y su buena voluntad, y el niño paga de otra forma. ¿Qué se dice un niño cuando obtiene algo a costa del padre? Dice: ‘He obligado a mi madre a conseguirme un cachorro. Mi madre tose y se está poniendo enferma debido a mí. Soy una persona terrible. Estoy asustado’. Nell, cuando los niños nos ven sufrir por su causa, se sienten responsables automáticamente. Nuestro sufrimiento les produce culpabilidad y temor.
Ahora volvamos a nuestro enunciado original sobre un conflicto entre necesidades. Siempre que oigo que un niño necesita algo, me pregunto: ¿Trata de lo que necesita o de lo que quiere?. No siempre es fácil de distinguir. Un niño tiene muchas necesidades reales que se pueden y se deberían satisfacer. Lo que quiere es un saco sin fondo. Quiere, por ejemplo, dormir con sus padres. Necesita estar en su propia cama. En Navidad, quiere todos los juguetes que se anuncian en televisión. Necesita sólo uno o dos. Entonces, ¿qué quiere Kenneth? Quiere un perro. ¿Qué necesita?. Neli reflexionó durante un momento. Vacilante, respondió: «Me imagino que lo que de verdad necesita es un amigo».
«Y lo que necesita de usted -añadió el doctor Ginott- es su apoyo para buscar un amigo y empezar una amistad.» Luego se giró hacia el grupo. «Cuando se permite que un niño vea el sufrimiento debido a él, no se le hace ningún favor. Se le enseña, con el ejemplo propio, a no protegerse a sí mismo. Se le enseña a actuar desde la debilidad en lugar de la fortaleza». Escuché atentamente. Lo que describía el doctor Ginott, el «sufrimiento por amor» de los padres por los niños, había sido una circunstancia habitual durante mi etapa de crecimiento. ¡Y no sólo de la mía! Me podría haber dejado caer en casi cualquier casa de cualquier grupo étnico del barrio y habría oído:
«Me haces tener el alma en vilo. Sabes lo mucho que me preocupo siempre que vas allí. Pero si para ti es tan importante, ¡ve!». «Cómete el resto de la carne, cariño. Estás en edad de crecer. No te preocupes por mí. Me las arreglaré con otra cosa». «No te preocupes por la matrícula, hijo. Si tengo que hacer horas extra, las haré. Pero tú no pierdas de vista los estudios». El único pago que estos padres querían era el amor y la gratitud del hijo. Pero los hijos no se sentían agradecidos. Se sentían aborrecibles. Los padres estaban dispuestos a dárselo todo: su dolor, su sufrimiento, su sacrificio, y los hijos se ahogaban por ello.
Hice una nota mental para ser cautelosa. Y el sufrimiento que soportase debido a mis hijos no debería ser asunto suyo. Intenta-ría hacer las cosas por ellos de buen grado, sin condiciones, o no hacerlas. Podría ver en qué circunstancias sería mejor no dar nada que dar una carga de culpabilidad.
En la reunión siguiente, Roslyn presentó un problema. «No sé por qué debería estar tan alterada, pero lo estoy. Peter se levantó tarde esta mañana, iba deprisa para marcharse y no podía encontrar ningún calcetín. Me quedé pálida cuando me preguntó por ellos porque sabía que toda la colada estaba mojada en la lavadora. Dije inmediatamente: ‘Peter, tengo la solución. Coge un par de calcetines de papá’. Empezó a despotricar porque nunca tengo la colada lista a tiempo y porque no puede confiar en mí para nada. Intenté explicarle que había estado muy ocupada últimamente, pero no me escuchó. Salió furioso de casa, tarde y sin calcetines. Me sentí inepta como madre.»
El doctor Gínott sonrió compungido. «No hace falta mucho para provocar la culpabilidad de los padres, ¿verdad? Pero permitir que un niño sepa que tiene el poder de hacernos sentir culpables no es útil para él. El niño asume de repente el papel de fiscal mientras el padre se encoge en el estrado. Cuando se permite a un niño hacerle esto a su padre, ¿cómo creen que se siente?»
Roslyn reflexionó durante un momento. Luego se aventuró: «Culpable… asustado… como si fuera una persona terrible».
«Todo eso», confirmó el doctor Ginott.
Roslyn suspiró hondo. «¡Creía de verdad que le estaba ayudando! Pero todavía no veo qué más podría haber hecho.»
«Antes hablamos sobre las necesidades reales de un niño -dijo el doctor Ginott. Lo que Peter necesitaba esta mañana no era una explicación culpable o una solución instantánea. Necesitaba la oportunidad de ejercer su autonomía, su propia iniciativa. Necesitaba resolver su propio problema»-Y bien, ¿cómo le ayudamos con sus necesidades reales? En primer lugar, si tiene que preocuparse por a quién culpar, no puede pensar de forma constructiva. Las acusaciones y las contraacusaciones sólo se interpondrán en su camino. Podemos relajarlo para que supere el obstáculo de ¿Quién tiene la culpa? con una frase como: ‘Hijo, la responsabilidad de tener los calcetines limpios es mía’. Así Peter tiene más libertad para pensar en términos de soluciones. En segundo lugar, le ayudamos reconociendo la dificultad de su problema. Podría decirle: ¿Qué se hace en un caso como éste? No hay ni un par de calcetines secos en toda la casa. ¡A esto le llamo yo un verdadero dilema!. Al describir su problema seriamente, mostramos que sea lo que sea lo que le molesta, es desde luego digno de respeto. Entonces, Roslyn, viene la parte más difícil de todas. Decirse a sí misma: No hagas nada; quédate ahí. Y es que la mejor ayuda es la disposición del padre para quedarse en silencio mientras el propio niño busca su solución.»
Helen levantó la mano. «Tengo la correspondencia de la experiencia de Roslyn. De hecho, estoy justo en el medio. Hoy es el día del picnic escolar. Laurie me había recordado que hiciese el favor de comprarle una bebida de lata, atún y una magdalena. Bien, pues me olvidé. Estaba tan ocupada cincelando mi nueva escultura, Madre e hilo, que descuidé a mi propia hija. Esta mañana, cuando Laurie abrió la puerta de la nevera, se quedó pálida.
“¡Mami -gritó-, sólo hay pan, mayonesa, ketchup, mostaza y una lata de comida para gatos. ¿Qué puedo hacer con eso?!”
¡Podéis imaginar cómo me sentí! Pero estaba determinada a que Laurie no lo supiera. Dije: “Cariño, era tarea mía comprarte la comida para e picnic, pero me he olvidado. Estamos en un aprieto. Aun cuando rastrees por toda la casa, no sé qué podrás encontrar”.
Pues se puso a rastrear a conciencia y al final localizó un tarro casi vacío de grasienta mantequilla de cacahuetes. Rápidamente, la untó en dos rebanadas de pan duro, sin dejar de mascullar todo el rato que ni siquiera había postre. Luego fue arriba corriendo. Cuando volvió a la cocina, llevaba triunfante una piruleta de limón y dijo: ¡Lo que he encontrado! ¡Había sobrado de la fiesta de Halloween!.
¿Fue de verdad valiente? Y la ayudé, ¿verdad? Es decir, no le di mi culpabilidad y conseguí que se concentrara en buscar soluciones para el problema, así que debería sentirme bien… Me siento fatal. Me la puedo imaginar sentada con ese patético almuerzo mientras los demás niños se atiborran con las cosas ricas que les prepararon, con antelación, sus responsables madres. Probablemente haya arruinado su día. Ni siquiera sé qué decirle cuando vuelva a casa esta tarde. Quizás le diga lo mucho que lo siento y, de algún modo, intente rectificar.»
«Helen -intervino el doctor Ginott-, como padres no seremos capaces de evitar tener sentimientos de culpabilidad, pero podemos decirnos: ‘No debo permitir que mi hijo lo sepa; es demasiado peligroso, para todos’. Cuando a un niño se le da el poder de activar nuestra culpa, es como entregarle una bomba atómica. Como Roslyn ha señalado, el niño que provoca la culpa de un padre, se siente culpable por lo que ha hecho. ¿Y saben la emoción que experimentamos en última instancia hacia las personas que nos hacen sentir culpables? Odio. Cuando permitimos la culpa invitamos al odio.»
Parecía que estas palabras habían tocado la fibra sensible de Lee. «¡Es cierto! -exclamó. ¡Puedes llegar a odiar a las personas que te hacen sentir culpable! Siempre le he tenido mucho cariño a mi suegra. Es una gran mujer, independiente y campechana. Pero últimamente no sé qué le ha sucedido. Se ha convertido en una experta en inyectar culpabilidad. Bueno, nunca me acusa de nada abiertamente, por supuesto. Pero dice cosas como: ‘Sabías que iba a ir al médico, querida. Creía que me llamarías’. O ‘Me encantaría pasar más tiempo contigo, Lee, pero sé lo ocupada que estás e intento entenderlo’. Supongo que no está muy bien por mi parte, pero estos días la evito. Siempre que está ella, de cada dos palabras que salen de mi boca una es una disculpa. Las cosas están tan mal que incluso temo sus llamadas telefónicas. Antes nunca se me había ocurrido, pero la culpa es una especie de veneno, ¿verdad? No se puede ver, no se puede oler, pero una vez que se ha instalado en una relación, todo lo que antes era calido y amistoso entre dos personas, se seca lentamente y muere.»
Helen, cuyos ojos estaban clavados en Lee, se inclinó hacia delante en el asiento. «¡Es la palabra correcta! -exclamó. Y no sólo es fatídico para una relación, sino que incluso una pequeña dosis puede alterar tu propia personalidad. De pronto descubres que dices y haces cosas que te convierten en una extraña para ti misma. Esta mañana, por ejemplo, me sentí tan culpable después de que Laurie se hubiera marchado que sólo podía pensar en cómo disculparme con ella cuando volviera a casa. Estaba en tan mala forma que si me hubiera llamado ‘desorganizada’ o ‘negligente’, posiblemente hubiera estado de acuerdo con ella. ¡Pero ése no es mi estilo!».
Helen se giró hacia el doctor Ginott. «¿Podéis ver a qué habría conducido? Le habría guardado rencor por hacerme sentir culpable. Ella se habría odiado a sí misma por haberme hecho sentir culpable. Y las dos habríamos acabado guardándonos rencor. ¡Pues bien, no habrá disculpas cuando vuelva a casa esta tarde! De hecho, si se atreve a abrir la boca para acusarme, podría pegarle.» Se rieron todas.
«No es tan divertido -afirmó Helen-. Todavía no sé qué le voy a decir cuando vuelva a casa esta tarde.»
«En primer lugar -dijo el doctor Ginott-, no saque el tema usted. Muy a menudo, lo que por la mañana era una crisis ya está resuelto por la tarde. Incluso es posible que la tragedia se haya convertido en un triunfo: quizás haya cambiado su piruleta por un muslo de pollo, O tal vez otro niño le haya ofrecido compartir su zumo. ¡A lo mejor ha empezado una nueva amistad! En segundo lugar, Helen, nuestras alternativas no son tan duras. Tenemos a nuestra disposición todo un abanico de reacciones que son más efectivas que pegar o disculparse. Por ejemplo, podemos decir cualquiera de las cosas siguientes, según nuestro estado de ánimo:
‘Laurie, cuando se me insulta, no puedo ser útil. De hecho, ni siquiera puedo escuchar.’
‘¡Basta de acusaciones, Laurie! Si tienes alguna recomendación, ponla por escrito de forma que me permita considerarla’.
‘Cielo, háblame de tu decepción, de tu irritación, de tus sentimientos. Entonces sabré cuáles son y seré capaz de responder’.
Ya ve, Helen, tenemos muchas formas de desarmar a nuestros hijos y enseñarles, al mismo tiempo, a acercarse a nosotros con una queja. Dígame, ¿le encuentra sentido a lo que digo?»
Helen levantó la mirada de la libreta. «Escribo tan rápido como usted habla -sonrió. Y lo que es más, garantizo que una de estas frases se verá puesta en práctica antes de que acabe el día. Creo que lo que más me satisface es la idea de no tener que ser una víctima servicial cuando se me acerque una niña de ocho años. Pero…», y se detuvo ahí.
«¿Queda algo que le preocupa?»
«El hecho es que debería haber tenido las cosas preparadas para ella hoy, y me corroe no haberlo hecho.»
«A ver -dijo el doctor Ginott-, la cuestión es: ¿qué se hace con los sentimientos de culpabilidad propios? Una vez más, Helen, tenemos alternativas. Podemos hablar con otras personas: un amigo, el marido, nuestro grupo, un ministro, un rabino, un sacerdote, un terapeuta, con cualquiera que nos escuche sin juzgarnos.
Y podemos hablar con nosotros mismos. Podemos decirnos:
‘Puedo procesar mi culpa sin ayuda de mis hijos. No necesito su absolución. No necesito un Te perdono, mamá de un niño pequeño. Para mí basta con que yo decida actuar mejor la próxima vez’.
Evelyn parecía insegura. «No sé si me queda del todo claro, doctor Ginott. Hace algún tiempo sucedió algo sobre lo que todavía reflexiono. Me interesaría conocer su reacción. Pienso en la noche en que mi marido, Marty, se levantó de su sillón de lectura para ir a beber algo. Nada más marcharse, mis dos chicos se abalanzaron sobre el sillón. Cuando Marty volvió, se negaron a devolverle su asiento. No entendían por qué debían hacerlo. ¿Por qué debería papá tener siempre el mejor asiento? ¿Sólo porque es mayor? ¡No es justo! ¡Los niños también tenemos derechos!Recuerdo haber pensado: ‘Vaya, tienen razón en eso. Es el único asiento cómodo’. Luego oí que Marty respondía mientras los apartaba: ‘Hay ciertos privilegios que llegan con la edad. ¡Y cuando seáis padres los recibiréis de vuestros hijos!. Los chicos sólo parpadearon. Luego Marty se volvió a instalar en su sillón y dijo:
‘Y si no los recibís, os diré qué tenéis que hacer’. Los dos chicos se inclinaron hacia delante. -dijo Marty- y os los darán’. Me pareció que Marty era un poco duro con los chicos, pero ahora no estoy tan segura.»
El doctor Ginott preguntó: «¿Lo ve ahora?».
«Creo que a lo mejor hizo lo correcto después de todo -respondió Evelyn. Según lo que ha dicho usted, si Marty hubiera permitido que los chicos le hicieran sentirse culpable por estar sentado en su propio sillón, no habría sido bueno para los niños.»
El doctor Ginott asintió. «Su marido ha enseñado a sus hijos una valiosa lección. Es importante que todos entendamos que, como padres, no debemos ninguna explicación a nuestros hijos por nuestras acciones. Ello no significa que los niños no vayan a intentar atraparnos en reacciones de culpabilidad. Pero lo mejor es que sigamos el ejemplo de Marty y no mordamos el anzuelo. Preguntan: ¿Por qué os vais de vacaciones solos? ¿Por qué no nos lleváis?. O ¿Por qué no vuelve mamá a trabajar? Entonces todos tendríamos más dinero. O ¿Por qué no puedo tener una cámara nueva? Acabáis de compraros un coche nuevo.
No debemos dejarnos arrastrar a dar explicaciones o a defendernos, aun en estos vulnerables momentos. Como padres, debemos tomar determinadas decisiones que representen nuestro mejor criterio de adultos en ese momento. Y el proceso de tomar decisiones no tiene por qué ser compartido con nuestros hijos; así como tampoco debemos permitir su evaluación. Podemos decirles: ‘Te oigo. Pero no es problema tuyo. Estas cosas deben decidirlas mamá y papá’. Cuando un padre deja claros sus derechos, cuando sabe que la culpa no es una reacción adecuada, ayuda a su hijo a reunir fuerzas y a aprender la realidad.»
Pensé en la reunión durante todo el camino de regreso a casa. ¿De verdad fortalecemos a un niño al no compartir nuestra culpa con él? Recordé un incidente que había sucedido muchos inviernos atrás. Nevaba y David me pidió que lo llevase en coche hasta el colegio, a cinco manzanas de distancia. Pero era demasiado complicado arreglar a los dos pequeños, así que le dije que se las tendría que arreglar solo. Nada más marcharse, el viento empezó a aullar y yo me puse mala de tan culpable que me sentía. Fue una tarde muy larga para mí. Lo primero que dijo cuando volvió a casa fue: «¿Por qué no me llevaste en coche, mamá? Llegué tarde. El viento me empujaba hacia atrás. Tenía que pararme y apoyarme en los árboles».
Casi me muero cuando oí eso. Quería cogerlo en brazos y decirle:
«¡Pobre bebé! Tienes una madre terrible»
Pero no lo hice. Dije: «¡Vaya paseo que has tenido! Esas manzanas tan largas con el viento tan fuerte. ¡Has necesitado resistencia! ¡Es el tipo de cosa que se esperaría de Abraham Lincoln, no de un niño de seis años!»
En ese momento me sentí encantada conmigo misma porque David parecía muy orgulloso. En retrospectiva, tengo una nueva visión de lo que sucedió. Si le hubiera demostrado mi culpa, se habría sentido débil, habría tenido compasión de sí mismo y me habría podido controlar. En su lugar, le di mi admiración por su lucha, lo cual le indicó que era fuerte, que podía sobrellevar penurias.
Tantas cosas sobre las que reflexionar… Tantos conceptos desconocidos sobre los que meditar para convertirlos en propios. En realidad es poco lo que me parece discutible. sobre todo es lo de «los padres no tienen porque dar explicaciones a los hijos». creo que parte es problema de una mala traducción (posiblemente han puesto la palabra «explicación» en vez de «justificación»). Pero para mi es duro pensar que si realmente no he cumplido con mi tarea (tener los calcetines limpios, comprar el atun que me habia comprometido a comprar) no debo una disculpa a mi hijo. que una disculpa no quiere decir «Hijo mio, necesito tu perdon para seguir adelante», sino simplemente el hecho de reconocer que por la razon que sea, me olvidé y eso no estuvo bien. me parece demasiado… aseptico un «Era mi responsabilidad haberlo hecho». Aunque tambien pienso que efectivamente decir eso es reconocer el fallo. reconocer la responsabilidad. y que tambien esto es aplicable a los hijos (no me pidas perdon por tirar la leche, busquemos una solución util) en cuyo caso curiosamente ya no me parece tan mal. Y luego está el asunto que ciertamente es asi y lo he podido comprobar estos dias, que cuando damos demasiadas explicaciones acaba siendo una justificación, una petición de colaboración a los hijos. como se finalmente ellos tuvieran el poder de decidir. no sé explicarlo bien. y ciertamente hay cosas que debemos dejar claro que la decisión es nuestra (me acuerdo de lo del campamento de julio). Bueno, lo leeis con calma y ya me decis a ver si con vuestras opiniones se aclaran mis pensamientos. Por cierto el libro empieza describiendo el grupo de mujeres «A Hellen y a mi nos encantó la diversidad del grupo que encontramos el primer dia. la edad de las mujeres iba de los veintitres a los cincuenta años. el tamaño de sus familias variaba, asimismo, de un niño a una prole de 6. La mayoría estaban casadas una estaba divorciada y otra era viuda. Entre nosotras se encontraban amas de casa, profesoras, mujeres de negocios, una artista y una musica. nuestras creencias religiosas tambien diferían.» Por un momento pensé que a las autoras les encantaria este foro. porque ademas de todo eso tenemos ¡hombres! (pocos pero selectos).