Dejar libertad, un dialogo sobre la autonomia


Dejar libertad

Un diálogo sobre la autonomía

A Helen le rondaba algo por la cabeza. Me llamó para preguntar si podía pasarse un rato. En cuanto entró por la puerta me di cuenta de que estaba alterada. Se quedó de pie con ci abrigo puesto y emprendió un largo monólogo. «Jan, no sé si te diste cuenta, pero me costó mucho quedarme a toda la reunión de ayer. ¡Había algo en el debate que me hizo sentir muy incómoda! Sé que puede sonar un poco paranoico, pero no podía dejar de pensar que cada palabra que pronunciaba el doctor Ginott iba dirigida a mí». No reaccioné de esa forma al principio. Cuando dijo: «Uno de nuestros objetivos más importantes es ayudar a nuestros hijos a separarse de nosotros», pensé: «Es evidente. ¡Nadie quiere tener un hijo de treinta años viviendo en casa!». Pero luego continuó diciendo: «El baremo de un buen padre es qué está dispuesto a no hacer por su hijo», y algo se contrajo en mi interior. «Dios mío -pensé-. Si ése es el baremo de un buen padre, yo no estoy a la altura»».
Hizo una pausa durante un momento y luego continuó hablando, más para sí misma que para mí. «Por otra parte, si hago demasiadas cosas por mis hijos, sólo es porque de verdad creo que es por su bien. Si Billy se olvida el almuerzo y no se lo llevo al colegio, se enfada y pasa hambre porque no se va a comer esos almuerzos del colegio… Si no practico con Laurie antes de los exámenes de ortografía, sus notas son muy malas y se desanima. Si no los llevo en coche al colegio cuando hace mal tiempo, los dos se resfrían; nunca falla».
De repente, se giró hacia mí. «Pues bien, ¿qué tiene de terrible lo que hago? ¿No están los padres para eso: para ayudar y proteger alos hijos? Pero, después de oír al doctor Ginott repetir sin cesar: “La mejor ayuda es no ayudar, ya no estoy segura. Quizás no sea bueno para ellos lo que hago».
Helen entró en la sala de estar y la seguí. «Pero quién puede decir que él tenga razón -farfulló-. No sería la primera vez que se equi voca un experto, ¡ya sabes! Bueno, quizás haya un par de cosas que hago por los niños y que ellos mismos podrían hacer. Billy tiene siete años y todavía viene a mi habitación todas las mañanas para darme su peine. Se puede peinar perfectamente solo, pero cuando acabo de peinarlo parece tan guapo y atractivo… ¡no me creo que algo tan inocente como peinar a un niño pueda hacerlo menos autónomo!. Me encontraba en un estado tal después de la última reunión que me fui al diccionario para comprobar si todavía sabía qué significaba la palabra. Supongo que esperaba que la definición literal me sacara de apuros de alguna manera. Pero fue un error. Según el diccionario María Moliner, autónomo, referido a personas, significa que tiene facultad para gobernar las propias acciones, sin depender de otro. Está claro que no es la descripción de mis hijos. Todavía me preguntan qué se van a poner para ir al colegio todos ios días, y lo que es peor, continúo diciéndoselo».
«Helen –dije– ¡eres demasiado dura contigo misma!»
No me hizo caso. «Una mejor descripción de mis hijos sería “que la madre los regula, la madre los gobierna y dirigidos a la madre”. Por lo que se refiere a “separado”, cuando pienso en ello no sé si echarme a reír o a llorar. A veces me siento tan unida a ellos que no estoy segura de dónde acabo yo y dónde comienzan ellos. Laurie saca un 10 en un examen y me siento como si yo sacara un 10. Billy no consigue entrar en el equipo y me siento como si yo no consiguiera entrar en el equipo».
Helen se hundió pesadamente en el sofá. «No es que no haya oído los principios de la autonomía suficientes veces. Simplemen te parece que no soy capaz de aplicarlos. ¿Cómo dice el doctor Ginott siempre? “El intelecto sólo puede absorber lo que las emociones permitan”. Bien, está claro que mis emociones no han permitido que lleguen muchas cosas a mi cerebro».
Me senté a su lado. Las dos fruncimos el ceño y nos quedamos mirando fijamente al suelo. No sabía qué decir. «Helen -pregunté débilmente-, ¿quieres que traiga mis apuntes? ¿Crees que serviría de algo?».
«¡Apuntes! -exclamó-. Tú no necesitas apuntes. ¿Por qué crees que he recurrido a ti? Porque he visto con qué facilidad dejas que tus hijos asuman sus propias responsabilidades. Todavía recuerdo aquel día de invierno en que Jill llegó a casa vestida con nada más que los pantalones cortos de gimnasia y una camiseta. Si hubiera sido Laurie, me habría puesto frenética y habría exigido saber dónde estaba su abrigo. Tú no. Cuando Jill dijo: “Mamá, el conductor del autobús me ha dicho que me las ganaría cuando llegase a casa. ¿Qué vas a hacerme?”. Nunca olvidaré tu respuesta. Con toda tranquilidad, dijiste: “¡Un día de frío espero que tú seas responsable de ponerte tu propio abrigo!”. Y hay otro incidente que jamás olvidaré. Fue el día en que David entró corriendo en la casa gritando: “He vuelto a olvidarme el violín hoy. ¡Es la tercera semana seguida! Tendrás que recordár melo a partir de ahora. Es ios martes”. ¿iSabes qué hiciste? Simplemente asentiste con simpatía y dijiste algo como: “Es difícil recordar estas clases una vez a la semana, ¿verdad, David? Pero te conozco. De un modo u otro se te ocu rrirá una manera de recordarlo tú mismo”. ¿Qué habría hecho yo? Habría hecho una gran nota para mí misma para acordarme yo de recordárselo a él todos los martes. Lo que intento decir, Jan, es que eres así por naturaleza».

Escuché a Helen con interés. ¿Era más natural para mí? ¿Por qué habría de serlo? Intenté recapitular cómo era cuando era pequeña. Mis padres eran inmigrantes, siempre trabajando duro y ocupa dos. Mi madre siempre estaba cocinando y limpiando; mi padre no dejaba de preocuparse por lograr que su pequeño negocio saliese adelante. Les resultaba difícil el simple hecho de alimentimos y vestirnos. Esperaban que hiciéramos el resto nosotros solos.
Y lo hacíamos. Devolvíamos nuestros propios libros de la biblio :eca, tomábamos el metro o el autobús cuando teníamos que ir algún sitio y buscábamos soluciones a nuestros problemas escolares. La única vez que implicábamos a nuestros padres en los asuntos del colegio era cuando necesitábamos que firmasen el boletín de notas. Aun entonces, la importancia no recaía sobre nuestras notas, sino sobre sus firmas. Todavía puedo ver a mi padre haciendo sitio en la mesa de la cocina, sentándose ceremoniosamente y escribiendo con orgullo y meticulosidad su nombre completo, en inglés. Me imagino que mis padres realmente me hicieron un favor. No era su intención darme autonomía. Posiblemente ni siquiera supieran qué significaba la palabra; pero la recibí de todos modos: no había alternativa. Conté a Helen algunas de estas cosas.
«¿Te das cuenta del regalo que te hicieron? – dijo-. Mi infancia fue tan diferente. Tenía que dar cuenta a mi madre de prácticamente todo: mi ropa, mis notas, mi paradero, mis amigos. Todavía recuerdo que regresaba a casa de una cita sabiendo que estarían encendidas todas las luces y que mis padres estarían esperándome levantados. No podían dormir hasta que les informaba de todo. A veces creo que disfrutaban más de mis citas que yo misma».
«Vaya, ¡tiene que haber sido difícil de aceptar!»
«No, en realidad no. No conocía otra forma. Pero veo en qué aspecto tu educación te da una ventaja clara. Ahora encajan las piezas. Te dieron muchísima independencia y por eso te resulta tan fácil transmitirla a tus hijos».
«No tan deprisa –dije-. Quizás las condiciones de mi educación hayan sido útiles, pero las técnicas que utilizo ahora no proceden de mis padres. Por ejemplo, siempre había creído que cada pregunta merecía una respuesta. Jamás se me habría ocurrido noresponder las preguntas de un niño. Hasta que el doctor Ginott no mencionó que un niño necesita espacio para explorar sus pensamientos, y que los adultos vulneran con sus respuestas instantáneas el derecho del niño a pensar, no empecé a contenerme. La primera vez que no respondí una pregunta intencionadamente me resultó muy extraño. Una mañana David preguntó: “¿Crees que Jimmy y Tommy se llevarán bien? Van a venir los dos a casa conmi go hoy”. Pues bien, ¡ésa fue la pregunta que más incitaba a reflexionar de todas las que me habían hecho durante muchos días! Estaba dispuesta a embarcarme en un análisis del carácter de ios dos chicos y a rematarlo con una predicción del futuro de su relación, cuando me acordé de repente. Me mordí la lengua y dije: “Interesante pregunta. ¿qué crees, David?”. Reflexionó un momento. Luego dijo: “Creo que primero se pelearán y después se harán amigos».»
Pensé que Helen sonreiría, pero me miró con tal intensidad que me sentí obligada a continuar.
«¿Recuerdas la historia que contó el doctor Ginott sobre un marido que no permitía que su mujer aprendiese a conducir? “Cariño -le decía-, no tienes por qué pasar por el quebradero de cabeza de conducir un coche. Si estoy por aquí, sólo tienes que pedírmelo y estaré encantado de llevarte adonde quieras”. Me puse en la posición de la mujer y comprendí al instante lo frustrados que se deben de sentir los niños cuando los adultos se hacen cargo de todo y no les dejan hacer las cosas solos. Y pensé en las mil y una pequeñas formas en que una madre puede hacer que su hijo se sienta inútil y dependiente. Pero siempre en nombre del “amor”
«Mamá abrirá el tarro para ti, cariño.
«Venga, deja que te abroche, cielo».
«
¿Necesitas ayuda con los deberes?»
«Te he preparado la ropa, tesoro».
Siempre suena tan inocente, y la madre tiene las mejores inten
ciones, pero todo contribuye a lo mismo: necesitas a mamá. No te las puedes arreglar solo. Ahora pensarás que este nuevo conocimiento me inspiraría a irme directa a casa y hacerlo todo de otra manera. Pues no fue así. Tuve que escuchar ejemplo tras ejemplo de las demás mujeres antes de ser siquiera capaz de empezar a introducir cambios en mi propia casa. Helen, ¿sabías que solía organizar la marcha de los niños todas las mañanas? ¿De qué otro modo podrían reunir si no los almuer zos, libros, zapatillas de deporte, gafas, apuntes, dinero, mitones y botas? Tenía que estar allí para sostener los abrigos, cerrar las cremalleras, atar las capuchas, conseguir calzarles las botas, y meterles prisa recordándoles la hora. Entonces, una mañana, me obligué a salir de la habitación y dije en voz alta: “¡Avisadme cuando estéis listos para salir, chicos!”. Durante diez minutos estuve sentada en mi cama como la pieza obsoleta de una máquina. Cuando finalmente llegaron dando fuertes pisadas para decir adiós, abrigados y encantados consigo mismos por esa muestra de autonomía, de repente me pareció que carecía totalmente de importancia que no estuviesen abrochados todos los botones y que el mayor llevase los mitones del pequeño».
Helen seguía observándome con interés casi afligido. Intenté pensar en otro ejemplo. «Te contaré otra cosa que jamás habría sucedido si no hubiera llegado a utilizar conscientemente mis nuevas técnicas. David tenía ocho años cuando me dijo que necesitaba dinero y quería buscar trabajo. Me resultó casi insoportable no decirle, tan amable como siempre, que nadie contrataría a un niño de ocho años. Pero era el día en que el doctor Ginott había recalcado: “No priven de la esperanza; no preparen para las decepciones”. Así que simplemente dije: “Entiendo”. Cuesta creer cómo se desarrolló la hora siguiente. David arrastró las guías telefónicas, habló sobre la clase de trabajo que creía que podría hacer, buscó los nombres de comerciantes locales, hizo varias llamadas y habló con algunos encargados de almacén. Finalmente, me dijo: “¿Sabías que tienes que tener catorce años y los documentos de trabajo para que te den un empleo? Cuando tenga la edad voy a trabajar en la ferretería. El dueño es agradable y me gusta trabajar con las herramientas”. Helen, ¿te das cuenta de lo poco que me faltó para inmiscuirme y privarle de vivir toda esa experiencia? Mi propia madre habría dicho: “¡Qué clase de tontería es ésa! ¿Quién permite que un niño de ocho años busque trabajo?” Helen se estremeció. «Por favor, Jan, ¡basta! Antes estaba deprimida; ahora podría arrastrarme hasta meterme en un agujero».»
Se me pasó por la cabeza que estaba siendo insufrible, pero estaba demasiado animada como para parar. «Helen, ¿sabes qué es lo que más me gusta de todo? Haber dejado de ser un sargento. Solía repartir órdenes durante todo el día: “¡Recoged las piezas de construcción! ¡Lavaos las manos! ¡Poneos las botas de goma! ¡Cerrad la puerta!”. Ahora es un placer inmenso poder describir un problema en lugar de ladrar una orden. Me encanta entonar:
¡La puerta está abierta!” o “¡El hombre del tiempo ha dicho que va a llover hoy!”»
Helen se levantó y alcanzó su abrigo. «Jan, no puedo seguir escu chándote. ¿Te oyes a ti misma? “Me gusta”, “un placer”, “me encanta entonar”. Pues bien, yo no entono órdenes. No sería típico de mí. No es mi estilo».
«Mira -dije, un poco molesta- no quiero ninguna medalla, pero ese “estilo” que mencionas exigió esfuerzo. ¿Te haría sentir mejor escuchar lo estúpida y desanimada que me sentí a lo largo del proceso? ¿Te gustaría saber, por ejemplo, cómo al principio ni siquiera era capaz de quedarme callada cuando alguien hacía una pregunta a mis hijos?»
Helen volvió a sentarse.
«Sucedió el año pasado. Mi tía Sophie vino de visita y preguntó a Andy cuántos años tenía. Me dije a mí misma: “No vas a hablar por él. Es importante que un niño tenga la oportunidad de contestar él solo”. Pero cuando lo vi mirándola fijamente con la boca abierta como el tonto del pueblo, no pude soportarlo. Antes de darme cuenta ya había soltado: “¡Seis!”»
«Me siento un poco mejor», dijo Helen.
«Quizás te anime también saber que algunos de los principios más fáciles fueron los que más me costó aceptar. Casi me molestó que el doctor Ginott hablara de depender más de otras personas para ayudarnos con nuestros hijos. Recuerdas cuando dijo: “Pregúntense: ¿en esta situación quién puede ser más eficaz con mi hijo: el dependiente, el profesor, el dentista, la monitora del centro juvenil?”. No estaba en absoluto de acuerdo con esa teoría. ¿Qué persona de fuera podía igualarme en eficacia con mis hijos? Así que te puedes imaginar la impresión que supuso para mí descubrir que el enunciado más corriente procedente del mundo exterior, sólo porque venía del mundo exterior, tenía un impacto que yo jamás podría igualar. Por ejemplo, llevaba más de un mes intentando convencer a David con palabras para que fuese al peluquero. Nada funcionaba. Entonces llegó un día a casa tan campante diciendo: “Mamá, voy a cortarme el pelo esta tarde”. Helen, ¿sabes quién lo consiguió? El conserje del colegio. ¿Sabes qué le dijo? Dijo: “David, necesitas un corte de pelo”. Y te diré algo más que fue difícil para mí y que sigue siendo una batalla: mantenerme al margen de los asuntos de mis hijos. Me muero por hacer preguntas y comentar cada pequeño detalle. ¿Te das cuenta de lo que no digo cuando Jill llega a casa? No digo: “¿Le ha gustado tu redacción a la profesora? ¿Qué ha dicho? ¿Estaban bien los deberes de matemáticas con los que te ayudé? El vestido nuevo te queda tan bien. ¿Te han dicho algo?” ¿Sabes qué esfuerzo supone decir únicamente: “Hola cielo” y dejar que me cuente lo que ella considere importante?»
Por primera vez esa tarde Helen esbozó una sonrisa: «¡Al fin! Finalmente has mencionado lo que yo no les hago a mis hijos. Tuve que soportar tanto tiempo los comentarios incesantes de mi madre, y en dosis tan grandes, que no tendría valor para impo nerlo a mis hijos. Todavía tengo que escucharlos todas las semanas cuando viene: “Pareces cansada, querida. ¿Descansas suficiente? ¿Vuelve Jack siempre tan tarde del trabajo? ¿Por qué esperas hasta el último minuto para sacar el rosbif del congelador? Jamás estará listo a tiempo. No es mi intención inmiscuirme, querida, pero creo que la carne sabe mejor cuando se ha descongelado antes”. Cuando oigo eso, Jan, me quedo anulada. De pronto, me descubro diciendo que duermo muchísimo, explicando que Jack está en la temporada de más trabajo, defendiendo los méritos de cocinar la carne congelada, tranquilizando a mi madre y asegurándole que la cena se servirá a tiempo…¿Sabes, Jan?, con sólo decirlo en voz alta me doy cuenta de lo desagradable que es. Es como decir a tu hijo: “Tengo que ser parte de todo lo que te sucede. Me gustaría husmear en cada detalle de tu vida. No podrías arreglártelas sin la opinión, la aprobación y la orientación de tu madre”. Y la peor parte es que los comentarios y las preguntas constantes roban tiempo al niño: tiempo para que se moldee su propia experiencia y pueda producir un significado propio»

«¡Así es!» dije entusiasmada. Luego la observé. Una persona que podía expresarse con tal elocuencia posiblemente supiera mucho más de lo que creía. «Helen -dije-, tengo que rectificar. Durante un momento casi has logrado convencerme de que eres una madre sobreprotectora y dominante. Si me hubiera parado a pensar un segundo, me habría dado cuenta de que no es cierto».
Helen parecía desconcertada.
«Aquella vez con Laurie y también el concurso de carteles del centro juvenil», apunté.
«Ah, aquella vez», dijo Helen en tono despreciativo.
«¡Aquella vez! Tuviste veinte oportunidades de tomar el mando. Laurie intentó a toda costa que tú decidieras por ella. Te seguía de habitación en habitación preguntando: “Mamá, ¿qué debería hacer? ¿Debería participar en el concurso o no? ¿Crees que podría ganar?”. ¿Recuerdas lo que le contestaste?»
Helen negó con la cabeza.
«Pusiste la decisión en el lugar que le correspondía: en manos de Laurie. Dijiste: “Estás considerando la idea de participar en un concurso. ¡Es emocionante! Y te preguntas si podrías ganar… Laurie, ¿tú qué crees?”. Contuvo la respiración y Laurie dijo: “Voy a intentarlo”. ¿Le dijiste: “Sabia decisión, cariño. Al fin y al cabo, quien nada arriesga, nada gana”? No, no le dijiste eso, sino que le diste la respuesta más útil posible; dijiste: “Ah”. Pero lo que realmente me sorprendió fue lo que sucedió varias semanas después cuando Laurie volvió a casa con un galón hono rífico. Yo me habría deshecho en elogios: “Laurie, eres maravillosa. ¡Estoy tan orgullosa de ti!”. Pero tú sólo la abrazaste y le dijiste: “Laurie, ¡tienes que estar tan orgullosa de ti misma!”. Y recuerdo cómo se la veía: tan alta, tan satisfecha de sí misma. Pues, caray, una mujer que puede disfrutar tan claramente del triunfo de su hija sin tener que convertirlo en el suyo propio, sabe mucho más de lo que admite».
Helen parecía incómoda. «Posiblemente mi buen comportamiento se debiera a que tú estabas presente. Vale, puedo montar el espectáculo delante de los demás, pero tendrías que verme cuando no hay nadie. Jan, no sé por qué soy la única que tiene tantos problemas con la autonomía. Te digo que ayer fue una auténtica tortura aguantar sentada durante toda la reunión y escuchar todos esos relatos de éxito. a Roslyn? Parecía no preocuparle que su hija pueda llegar tarde al colegio. Estaba segurísima de que una buena reprimenda de la profesora sería mucho más eficaz que sus recordatorios diarios. Yo no podría hacer eso. Tendría que proteger a Laurie del desagrado de la profesora. Y fíjate en Lee. Se negó a iniciar una pelea con sus hijos cuando estaban jugando en la nieve sin guantes. Nos dijo que estaba segura de que irían a por los guantes cuando tuvieran frío, y que se alegraría de poder frotarles las manos o de prepararles una bebida caliente. Yo me habría preocupado porque hubieran podido llegar a congelarse. Y Katherine encontró la fiambrera con el almuerzo de su hijo en la mesa de la cocina y no se sintió obligada a salir disparada hacia el colegio para llevársela. Supongo que pensó que pasara lo que pasara ”que pidiera dinero prestado al profesor, que un amigo le diese la mitad de su bocadillo o incluso que pasara hambre” él llevaría la delantera de todos modos. Habría tenido una experiencia que le demostraría que podía sobrevivir sin mamá. Así que ya ves, Jan, no se trata de que no sepa lo que debería hacer, se trata de que no consigo hacerlo. Va en contra de mis ins tintos naturales: ayudar, proteger, organizar… Es mi problema».
Quería sacudirla. «¡El hecho es que no es tu problema! Dices que dar autonomía no es natural para ti. Te diré lo que es natural para los padres. Es natural querer conservar, proteger, controlar, aconsejar, dirigir. Es natural querer sentirse necesitado, importante, vital para nuestros hijos. La otra actitud no es natural. Separar las esperanzas de nuestros hijos de las nuestras, separar sus decepciones de las nuestras. Permitirles sus propias luchas. Convertirnos en prescindibles. Dejarles ser independientes. Que los padres consigan todo eso es un milagro».
Helen se quedó callada durante mucho tiempo. Cuando finalmente habló, lo hizo de una manera tan titubeante y en voz tan baja que me tuve que inclinar hacia delante para poder oírla.
«Supongo que podría decirse que dar autonomía es en realidad una forma de dar amor a tu hijo… Es más cariñoso dejarle utilizar su propio poder para seguir adelante, ¿verdad?… Ciertamente es más cariñoso dejarle experimentar, aun cosas desagradables, ¿verdad?… Casi podría decirse que cualquier otra actitud es odiosa. Es como no dejarle vivir».
Helen se levantó de repente y caminó hacia la puerta. «¿Dónde vas?», pregunté. «A casa -respondió-. Hay algo que debo dar a mis hijos». «¿Qué es?», inquirí. Se dió la vuelta y sonrió. «Un poco de sano abandono», contestó.

 

Es un fragmento del libro Padres liberados, hijos liberados. Editado por Medici y cuyas autoras son Adele farber y Elaine Mazlish